Me despertaron los gritos y abucheos de las personas, era hora del fusilamiento, rápidamente, me coloque la capa, así cubriendo como veces anteriores mi cabeza, ocultando mi rostro. Salí de aquella casa que me había acogido por dos días en los que yo había necesitado un techo, comida y una cama cálida.
Agradecí en mi interior y jure que mi gratificación le llegaría algún día a Maurie.
Baje las escaleras de la parte trasera de la casa para sumarme a la multitud que caminaba hasta la plaza. Mi rostro seguía oculto tras la capucha mientras observaba detenidamente a cada guardia gris que pasaba por un lado de mí.
Enfrente de aquella plaza se encontraba una pequeña iglesia de dos pisos, me escabullí entre las personas para llegar a las puertas laterales que daban a una torre de aquella estructura y así observar desde la ventana que daba directo a donde se encontraba el verdugo.
Observe como veinte metros a lo lejos se encontraba una carpa real, en ella se encontraban tanto el rey Duane Argyros como la reina viuda Imyne y el general Roan, con su rostro lleno de vendas pequeñas. Una sonrisa maliciosa se hizo evidente en mi rostro, no le quedaría un rostro lindo después de hace dos noches.
Mi mirada volvió hasta la plaza en donde mi corazón hizo un vuelco y mis ojos se abrieron rápidamente al observar aquellas tres personas postradas sobre sus rodillas frente a todas las personas. El ardor se estaba haciendo presente en mis palmas, sin embargo, algo en mi pecho dolía, quemaba como si se tratara de hielo sobre mi piel.
El juez hablo ante el pueblo:
—Estamos todos reunidos ante sus majestades, el rey Duane Argyros y la reina viuda Imyne. — Las personas hicieron una reverencia mientras los ojos verdes acuosos de la reina los observaban con desprecio en ellos, desprecio de su pueblo.
—El general Roan Argyros. — Los soldados hicieron chocar sus espadas contra los escudos que portaban ante el general, en forma de respeto.
—Es hora del fusilamiento de estos traidores. — Los guardias se limitado con una orden de cabeza a quitar aquellos trapos que tenían sobre sus cabezas, dejando ver ante el pueblo aquellas tres personas que me habían ayudado y eran importantes para mí.
Oriol era el primero, después se encontraba Maurie y, para terminar, Adile, la hija de Maurie. Mis ojos se llenaron rápidamente de lágrimas mientras colocaba mis manos sobre mi boca, tapando los sollozos que salían de mí, el dolor se hizo evidente dentro de mí, mis sentidos comenzaban a nublar, cada parte de mi ser se volvió débil ante aquellas tres personas.
Sin más, escuche como aquella espada gigante que portaba el verdugo mútilo a la primera persona, los gritos y llantos de Maurie se hicieron presentes.
La primera había sido Adile.
Después, aquellos gritos y llanto pararon, Maurie había sido la siguiente.
Y el juez volvió hablar:
—¿Unas últimas palabras, comandante Oriol Xenides? — Preguntó aquel hombre que se había ganado mi odio y rencor, algún día aquella espada gigante lo atravesaría. El asintió con lágrimas en sus ojos, como si aquellos ojos hubieran encontrado los míos a través la ventaba de la iglesia.
—Larga vida a la emperatriz…… Ludmilla Alexandra Velour. — Dirigió sus ojos hacia los ojos azules, —casi grises de la reina Imyne—, quien rápidamente mostro asombro en su rostro, el no solo había confirmado y no solo ante los tiranos que gobernaban aquel lamentable reino, si no también enfrente de todo el pueblo.
Sus ojos se cerraron con fuerza, y como si hubiera cavado su propia tumba, aquella espada lo atravesó separando su cabeza de su cuerpo. La plaza estalló en susurros y los guardias rápidamente corrieron a proteger a los gobernantes de Drecan llevándolos rápidamente en medio de ellos hasta el castillo.
El revuelo se hizo presente, había dicho ante el pueblo que su reina legitima se encontraba con vida. Las personas no sabían si alegrarse o temer por su vida al saber lo que se avecinaba para todos los territorios, para cada persona que estaba sobre la tierra que me pertenecía.
Cuando la noche cayó, los guardias se encontraban ocupados protegiendo a la familia real como para cuidar o mover aquellos cuerpos en descomposición en la tarima, ante todas las personas que podían pasar. Ni siquiera los limpiadores se habían limitado a hacer sus labores. Ellos querían que se supiera lo que les pasaba a los traidores, a aquellas personas que me ayudaban con lo mínimo.
Pronto la voz llegaría hasta los otros reinos, a la Abadía.
Mis manos seguían ardiendo desde hace horas que me encontraba tirada sobre el suelo del segundo piso de la iglesia, en donde me deje caer en llanto mientras lamentaba aquellas muertes. Mis manos estaban calientes, el ardor en mi pecho era más evidente, era más insoportable que el de las manos.
Caí rodillas ante los cuerpos en la tarima, mis ojos comenzaban otra vez a llorar y lo dejé salir abrazando el cuerpo mutilado de Oriol, el dolor se hizo presente, sentía que me ahogaba. Y en ese momento, justo en ese momento con aquellos cuerpos, jure que los vengaría, a aquellas tres personas que me habían ayudado sin importarles nada más.
Y sin más, me deje ir entre mi dolor perdiendo conciencia aquel dia.
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Aun con los ojos cerrados podía sentir con las palmas de mis manos la tela exquisita que tenía bajo mi piel, era suave y lisa, me encontraba en una cama. Mis ojos se abrieron mientras me reincorporaba de golpe observando rápidamente donde me encontraba, si, era una cama acolchonada y suave, mis manos estaban tocando seda pura.
Me encontraba en un cuarto, era una cama grande ya que mi cuerpo no ocupaba ni la mitad de esta, aún quedaba demasiado espacio. La cama tenia techo, era claro, era una cama con dosel. La estructura sostenía un cortinaje blanco que a la mitad se comenzaba a degradar a rojo vino, adornado con pequeñas flores de loto bordadas con dorado en el degradado blanco. Las sabanas que adornaban la cama eran blancas, con bordes dorados. Las paredes de la habitación eran color crema adornadas con color rojo vino, pintadas perfectamente, sin ningún error en las pinceladas. Frente a la cama se encontraba un tocador demasiado hermoso, color negro con herrajes rojos vino, pequeños bordes con flores adornaban la madera de los primeros dos cajones y sobre de él, se extendían tres espejos, que no llegaban a medir más de la mitad de la pared.