En los días de antaño, en las tranquilas y desiguales calles de Marabilia, vivía un humilde mercader llamado Zahir. Una noche, mientras caminaba de regreso a casa bajo el cielo estrellado, vio a un pequeño gato escabullirse en un callejón oscuro. Pensó en atraparlo para regalárselo a su hijo menor, que pronto cumpliría años. Se apresuró a seguir al gato, pero lo único que encontró fue una brillante y antigua lámpara, tirada entre la basura.
La recogió pensando que le serviría como regalo y, por curiosidad, la frotó para limpiarla. De repente, un espeso humo comenzó a salir de la lámpara, y ante él apareció un inmenso genio con una voz grave. Afortunadamente, tenía destellos dorados en su figura, lo que permitió a Zahir verlo claramente en la oscuridad de la noche.
Zahir, atemorizado, pero valiente, respondió:
Rápidamente, antes de que pudiera regresar a su lámpara, el mercader exclamó:
Mientras el mercader decía esto, con astucia sacudió la lámpara para que el genio saliera completamente y la arrojó dentro de una vasija con vino que llevaba.
El genio, al percatarse que no podía regresar a la lámpara por sí mismo, ya que su magia no le servía para tal propósito, aceptó su situación. Podía hacer lo que quisiera por los humanos, pero no podía controlar el entrar ni salir de su lámpara. Sin más remedio, accedió a las demandas del mercader.
El genio enfurecido, al ver la cara de satisfacción del mercader, quiso tenderle una trampa. Por eso le dijo:
El mercader aceptó de inmediato el acertijo del genio, dejándose convencer de que sería sencillo descifrar la respuesta. En la aldea no solo había filósofos reconocidos por su sabiduría, comerciantes hábiles en los negocios y cultos maestros, sino también astrónomos con su vasto conocimiento de las estrellas, calígrafos expertos en lenguas, matemáticos capaces de resolver los más complejos cálculos y médicos conocedores de las propiedades curativas de las hierbas. Ciertamente, había mentes inteligentes en la aldea que podrían ayudarle a desentrañar cualquier enigma o pregunta retorcida.
El genio, con una mirada burlona, replicó:
Zahir, emocionado, se dispuso a prestar plena atención.
Al día siguiente, sin haber dormido en toda la noche, un agotado Zahir seguía deambulando por las calles de Marabilia, recorriendo cada rincón en un desesperado intento por descifrar el enigmático acertijo del genio. A cada persona que se cruzaba, el mercader les planteaba la adivinanza, pero nadie conocía la respuesta. Recurrió primero a los habitantes que consideraba más inteligentes, hábiles, lógicos e intuitivos, hasta llegar al punto de preguntarle a cualquiera.
Algunos, intrigados, le preguntaban de dónde había sacado ese acertijo tan difícil. Para evitar revelar su secreto, simplemente respondía que había soñado con una historia que su abuelo le contaba de niño, pero no recordaba el final.
Consumido por la angustia, Zahir vio correr las horas sin poder resolver el enigma a tiempo. Sin darse cuenta, se adentró en un frondoso bosque que se hallaba en las afueras de la aldea. Caminaba sin rumbo entre los longevos troncos se alzaban a su alrededor, algunos de ellos robustos con ramas que se extendían majestuosamente sobre su cabeza, mientras que otros eran tan altos, que parecían tocar el cielo.
El bosque era un laberinto de sombras y luces, con los retorcidos troncos y follaje apenas dejando pasar los rayos del sol. El aroma a tierra húmeda y musgo impregnaba el aire, mientras Zahir cavilaba sobre cada palabra del acertijo.
En su mente, el mercader se arrepentía amargamente de su ambición, por no haber aceptado solo un deseo: