Llegué a casa a las 4:17 AM.
Lo sé porque miré el reloj del BMW obsesivamente durante todo el camino, como si el tiempo pudiera de alguna manera borrar lo que acababa de pasar. Como si cada minuto que pasara pudiera alejarme más de esas imágenes que no podía sacar de mi cabeza.
Cuerpos inmóviles bajo los escombros.
Sangre que no era de vampiros.
Los ojos de Tormenta cuando finalmente comprendió lo que había hecho.
Estacioné el auto en el garaje y me quedé ahí sentado durante varios minutos, tratando de controlar el temblor en mis manos. Necesitaba recuperar la compostura antes de entrar. Necesitaba volver a ser Sebastián Montemayor, el estudiante perfecto que se preocupaba por exámenes de Química y fiestas familiares.
Pero cuando finalmente logré salir del auto, Carmen me estaba esperando.
Estaba parada en la puerta que conectaba el garaje con la casa, usando su bata de dormir azul y con una expresión en el rostro que nunca le había visto antes. No era enojo. No era decepción.
Era miedo puro.
—Joven Sebastián —su voz temblaba ligeramente—. Vámonos adentro.
La seguí en silencio, sintiéndome como un niño de cinco años que había roto algo valioso y no sabía cómo explicarlo. Caminamos hasta la cocina, donde ella puso a calentar leche mientras yo me sentaba en uno de los taburetes de la isla central.
Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía sangre seca bajo las uñas.
—Carmen, yo puedo explicar...
—No —me interrumpió sin voltear a verme—. No quiero explicaciones.
Sirvió la leche tibia en una taza y la puso frente a mí. Sus manos temblaban apenas perceptiblemente.
—¿Vio las noticias? —pregunté en voz baja.
—Vi las noticias —confirmó, sentándose al otro lado de la isla—. Veintitrés muertos, cuarenta y dos heridos, y testimonios de testigos que hablan de... criaturas.
Veintitrés muertos. El número me golpeó como un martillo en el pecho.
—Carmen...
—Durante diecisiete años lo he cuidado —dijo, mirándome directamente a los ojos—. Lo vi dar sus primeros pasos, decir sus primeras palabras, llorar por su primer desamor. Lo vi convertirse en un joven inteligente, amable, con todo el futuro por delante.
Tomó una respiración profunda.
—Y también lo he visto cambiar estos últimos meses. Las ojeras, las heridas que aparecían de la nada, la ropa que desaparecía, las noches en vela. Pensé que tal vez eran drogas, o alguna pandilla, o problemas con chicos de su edad.
Se limpió los ojos con el dorso de la mano.
—Pero esto... esto es algo mucho más grande de lo que imaginé.
—Carmen, no puedo decirte...
—No me diga nada —repitió—. Porque si me dice la verdad, voy a tener que decidir entre protegerlo a usted o proteger a todas las familias de esas veintitrés personas que murieron esta noche.
El silencio se extendió entre nosotros como un abismo.
—Solo... solo dígame una cosa —murmuró—. ¿Eran los buenos o los malos?
La pregunta me partió el corazón.
—No lo sé —admití finalmente—. Ya no lo sé.
Carmen asintió lentamente, como si esa hubiera sido exactamente la respuesta que esperaba.
—Entonces váyase a su cuarto. Dúchese. Cambie esa ropa. Y mañana va a ir al colegio como si nada hubiera pasado. —Se levantó de la silla—. Y yo voy a seguir siendo el ama de llaves que no sabe nada de nada.
—¿Carmen?
Se detuvo en la puerta de la cocina.
—¿Qué va a pasar cuando mis padres se enteren?
Ella sonrió, pero fue la sonrisa más triste que le había visto en mi vida.
—Sus padres no se van a enterar de nada, joven Sebastián. Al menos no por mí.
—¿Por qué? ¿Por qué me está protegiendo?
Carmen se quedó callada por un momento, como si estuviera decidiendo qué tanto podía decirme.
—Porque hace diecisiete años, cuando sus padres lo trajeron a casa del hospital, yo le prometí a un bebé que dormía en mis brazos que siempre lo iba a cuidar. Sin importar qué.
Se fue sin decir nada más, dejándome solo en la cocina con una leche tibia que sabía a culpa y el peso de veintitrés vidas sobre mis hombros.
Subí a mi cuarto como un zombie. Me duché hasta que el agua caliente se acabó, pero por más que me tallara, no podía quitarme la sensación de tener sangre en las manos.
Cuando finalmente me acosté, eran casi las seis de la mañana. En dos horas tendría que levantarme, vestirme con el uniforme de San Patricio, y fingir que era el mismo Sebastián Montemayor de siempre.
Pero mientras miraba el techo de mi habitación, sabía que algo fundamental había cambiado esa noche.
Ya no éramos los héroes secretos de la ciudad.
Éramos parte del problema.
Y lo peor de todo era que, en el fondo, una parte oscura de mí había disfrutado cada segundo de esa violencia.
La alarma sonaría en dos horas.
Pero sabía que nunca más volvería a dormir tranquilo.
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Editado: 08.09.2025