Era una noche tranquila y silenciosa, la luna se ocultaba tras un manto de nubes suaves, proyectando pequeños destellos plateados sobre las hojas inmóviles de los altos árboles que se alzaban como guardianes del silencio. El aire fresco, impregnado de un aroma a tierra húmeda y flores nocturnas, envolvía todo a su paso, creando una sensación de calma profunda. De vez en cuando, el canto de una lechuza resonaba en la oscuridad, cambiando la quietud con su melodía melancólica.
Sin embargo, el intenso frío se extendía por la zona, empañando las ventanas de las casas a lo largo de la calle y creando un velo de cristal que distorsionaba la vista del mundo exterior. Las heladas ráfagas se colaban por las rendijas, mientras los habitantes se refugiaban en el interior de las antiguas y coloniales estructuras, donde el calor de las chimeneas luchaba contra el gélido aire.
Las luces parpadeantes iluminaban la oscuridad, proyectando sombras danzantes en las paredes, mientras el aroma a madera quemada y especias calientes llenaba el ambiente, convirtiendo la fría noche en un acogedor refugio.
Pero la desolada calle del sector “El Mamón” estaba poseída por un espeluznante y siniestro silencio que alertaba a sus habitantes de que algo estaba por suceder. Era un silencio tan penetrante que se apoderaba hasta del más mínimo rincón, desvaneciéndose lentamente cuando varios pasos resonaron con fuerza en el interior de una de las casas, dejando al descubierto una serie de suaves y profundos ecos que se desvanecieron hasta convertirse en un sutil susurro. Seguidamente, una cortina se deslizó con rapidez, revelando tras el empañado y cristalino vidrio el distorsionado rostro de un hombre que, con la mirada fija en el exterior, intentaba asegurarse de que todo marchaba bien.
-¡Es mejor que te vayas! –Dijo el hombre, mientras se alejaba unos cuantos pasos de la ventana- ¡Se está haciendo tarde!
-¿Estás seguro? –cuestionó un chico desde la mesa del comedor.
-No, pero tu madre debe estar preocupada. Ya sabes como es.
-Me gustaría quedarme sólo está noche, papá –el chico no mostró interés en las palabras de su padre.
Leo le dedicó una mirada que parecía un eco de todos los años que habían compartido. En ese instante, sintió que sus ojos hablaban por un corazón que no tenía palabras, suplicando por un segundo más, por un último momento de normalidad. Dentro de su mente, los recuerdos de una vida que se le escapaba giraban como un furioso huracán, una tormenta de nostalgia y dolor que amenazaba con arrastrarlo. Cada imagen de la familia unida en aquella casa, cada risa en el comedor y cada juego en la sala, se convertía en un fragmento de dolor. El torbellino de emociones amenazaba con destrozar su alma, dejándolo inmóvil, mientras se preguntaba cómo un lugar que una vez fue el epicentro de su felicidad ahora solo le causaba un sufrimiento tan profundo.
-No es una buena idea, Leo -el hombre comprendía que la situación era demasiado dura para su hijo. Se sentía impotente ya que había aspectos que se escapaban de su control, especialmente con las leyes involucradas.
Con un sonoro resoplido, el padre agachó la cabeza, su mirada cayendo al suelo como un peso que no podía soportar. Le partía el corazón ver a su hijo en ese estado de tristeza tan profunda, con los ojos llenos de súplica y el cuerpo rígido por el dolor. Se sentía completamente impotente, un simple espectador de la tragedia que se desarrollaba ante él. La última vez que intentó mantenerlo más tiempo a su lado, buscando aferrarse a los pocos momentos de normalidad que le quedaban, su exesposa y las autoridades gubernamentales se lo habían prohibido, negándole incluso el más mínimo acercamiento. No podía arriesgarse a perderlo por completo, por lo que el peso del fracaso caía sobre él, obligándolo a aceptar el destino. Lo único que le quedaba era esta breve, dolorosa despedida, dejando que su silencio hablara por su corazón roto, que gritaba de angustia en lo más profundo de su ser.
-¿Por qué?
-Sabes muy bien cómo funciona todo esto. Además…
-¡No es justo, papá! –Gruñó el chico, mientras golpeaba unas cuantas veces la mesa- ¡No es justo para ti…Ni para mí! ¡No es justo que mamá nos haga esto! ¡Tú solo…!
Las manos de Leo se estremecieron incontrolablemente, mientras una furia helada se apoderaba de él. El recuerdo de su madre, con su voz firme y sus decisiones unilaterales, lo golpeó con la fuerza de un puñal. Ella, en realidad, había sido el detonante para la separación de sus padres, la arquitecta de este dolor que ahora lo consumía. Llevaba meses engañando a su padre, una traición silenciosa que había carcomido los cimientos de su hogar hasta derrumbarlos por completo.
La verdad que había mantenido oculto por tanto tiempo, encendió en su interior una ira que no podía controlar. Los recuerdos de su madre, su sonrisa falsa y sus palabras vacías, se arremolinaban en su mente como una plaga. Y en ese instante, en medio del silencio de la noche y la tristeza de su corazón, se dio cuenta de que no solo había perdido a su familia, sino que también había perdido la fe en la persona que más amaba.
-Lo sé. No me mal intérpretes. No estoy diciendo que esté de acuerdo con todo esto, pero... - se detuvo en seco al darse cuenta de lo que estaba a punto de decir. Respiró profundo y continuó- solo te pido que no lo compliques, y no lo hagas más difícil para mí. Ya verás cómo las cosas se van arreglando. Solo... solo debemos ser pacientes. No hagas o digas cosas que puedan usar en nuestra contra. No quiero que te alejen de mí ¿De acuerdo?
-¡De acuerdo! –susurró el chico con voz temblorosa, mientras miraba en dirección a sus zapatos.
En aquel instante, la mirada de Leo, temblorosa y fija en sus zapatos, lo hizo viajar en el tiempo, a un pasado que lo perseguía como una sombra. Su padre no vio a un chico al borde de la desesperación, sino a un niño con el rostro empapado en lágrimas, mirando sus zapatos y aferrándose al último pedazo de su inocencia. Se remontó a una tarde de lluvia, cuando su primera mascota, un pequeño perro llamado Dumbo, había salido corriendo por la puerta y nunca más volvieron a verlo. El recuerdo de esa pérdida, ese dolor infantil y desbordado, lo golpeó con la fuerza de un puño en el estómago. Ver a su hijo con la misma desesperación lo destrozaba. Sentía la misma tristeza y la misma certeza de que, una vez más, el corazón de su hijo estaba a punto de ser arrancado, dejando un vacío que nadie, ni el tiempo, podría llenar.