Leo

Capítulo 2

El frio golpeaba fuertemente su cuerpo, haciéndolo estremecer con cada ráfaga helada que se colaba entre su ropa. Dio unos cuantos pasos al frente, intentando alejarse de los resbaladizos escalones que parecían querer retenerlo, mientras presionaba sus brazos contra el pecho en un intento de protegerse de la implacable intemperie. Dedicó una última mirada a la puerta, como si estuviera esperando que su padre volviera aparecer tras ella, y al mirar a un lado…

-¡¿Qué?! –exclamó, mientras abría sus ojos como dos enormes platos.

A unos cuantos metros de distancia, la tenue luz que emergía por una de las ventanas de las casas dejó al descubierto la figura de un hombre alto y de aspecto extraño. El contorno de su cuerpo, delgado y alargado, se dibujaba contra la luz, y su rostro, ensombrecido y casi oculto por el ala de un enorme sombrero, parecía absorber la luz misma, devolviendo una intensa y penetrante mirada que helaba la sangre de Leo. Frías corrientes de aire rozaban su piel, trayendo consigo un olor a tierra húmeda y descomposición que se mezclaba con el sudor del miedo que corría por su espalda. La figura se encontraba inmóvil y silenciosa, como una sombra en la penumbra, paciente y acechadora, aguardando el momento indicado para atacar. La atmósfera a su alrededor se tornaba densa y opresiva, como si el aire mismo temiera su presencia y se negara a ser respirado por cualquier ser vivo.

Se estremeció incontrolablemente, pero esta vez, no a causa del frío, sino por aquella desagradable sensación que había recorrido toda su espalda, como un insecto arrastrándose entre su piel. Un escalofrío helado le erizó todo el bello de la nuca, como si una presencia lo estuviera asechando desde las sombras, la oscuridad a su alrededor parecía cobrar vida, susurrando secretos inquietantes que retumbaban en su mente. Su respiración se volvió entre cortada, y cada latido de su corazón resonaba como un tambor en la soledad. Giró sobre su propio eje y se alejó de aquellas casas, obligándose a mirar atrás en algunas oportunidades para conseguirse solo con la vacuidad de la noche, dejando un eco de terror que se instaló en su pecho para mantenerlo alerta, como un animal que es asechado desde la distancia.

Leo continuó alejándose de aquel lugar con pasos lentos y silenciosos, casi inaudibles, sintiéndose cada vez más intimidado por aquella mirada que lo observaba desde la distancia. Era una mirada que parecía desnudarse de cualquier tipo de emoción, como si quisiera absorber su alma con los ojos. Nunca antes se había topado con alguien de tal aspecto. Su piel pálida como la niebla de la mañana y, sus ojos, dos abismos oscuros llenos de secretos inquietantes. Pero la sensación de ser observado lo envolvía, como una telaraña pegajosa, de la cual nunca podría escapar.

-¿Quién será? –pensó, mientras cubría su pecho con los brazos para protegerse del frío. Estaba tan sumergido en sus propios pensamientos que no se percató de la oscuridad que acababa de poseer la zona- ¿Y por qué viste de esa forma? Además, hoy en día quién usa un sombrero como ese. Que ridículo.

Una vez más la sensación se apoderó de todo su cuerpo, paralizándolo por completo. Al mismo tiempo, su rostro adoptó una expresión de asco cuando un putrefacto hedor rozó su nariz, como si el aire estuviera impregnado de carne en descomposición y moho. Las débiles corrientes de aire llevaban consigo ese olor nauseabundo, llenando sus pulmones con cada respiración. Casi de inmediato, se dejaron escuchar una serie de terroríficos gorgoteos. Un sonido viscoso y repulsivo que reverberaba a su alrededor, como si algo se moviera en las sombras. Llevó su mirada a ambos lados de la calle mientras aceleraba su marcha, cada paso resonando en aquel silencio opresivo. El miedo crecía en su interior, una presión helada que le oprimía el pecho, seguido de una respiración entrecortada que parecía ser el eco de su propia desesperación. Y cuando estuvo a punto de correr…

-¡Maldición! –Exclamó al sentir la vibración de su teléfono en el interior de su bolsillo, el cual extrajo con manos temblorosas- ¡Mamá! –Leyó- ¡Hola!

-¡¿Dónde demonios estás?! –la voz de su madre se escuchó a través del auricular.

Desde el momento en que Leo descubrió la verdad sobre su amorío con el dueño de una de las panaderías de la zona, su madre había cambiado por completo. Su personalidad se había transformado, dejando atrás a la mujer cariñosa y protectora que solía ser, para convertirse en una figura hostil y agresiva. Su necesidad de controlarlo todo se había vuelto insaciable, como si al manipular su entorno pudiera negar la culpa y la vergüenza que la consumían por dentro.

La sonrisa de su madre ahora era una mueca amarga, y sus palabras, antes dulces, se habían convertido en dardos venenosos. No le importaba el daño que pudiera causar en los demás, especialmente en su hijo. Su única meta era mantener su secreto a salvo, incluso si eso significaba destruir la paz de su familia.

-Ya voy en camino, mamá.

-Se supone que tenías que haber llegado hace quince minutos –gritó- tú y tu padre saben perfectamente cuál es la hora acordada.

Leo guardó silencio por unos cuantos segundos, en un intento de ocultar la ira que lo consumía, ya que no deseaba empeorar las cosas.

A pesar del maltrato recibido por su madre, Leo se aferró a la esperanza como un salvavidas. No se dejaría vencer por completo, ya que tenía el sueño de vivir con su padre, un anhelo que ella no permitiría. La necesidad de control de su madre se extendía hasta la vida de su exesposo, quien, al haberse enterado de la traición por boca de su hijo, solicitó el divorcio, causando un furioso despertar en su esposa, quien desde ese momento se había propuesto hacerles la vida imposible a ambos.

Y lo había logrado, ya que, cuando su padre le pidió el divorcio, ella no dudó en denunciarlo ante las autoridades, acusándolo de maltrato, un crimen que no cometió, pero que le dio la custodia de Leo y la excusa perfecta para cortar toda relación con él. De esta forma, ella se aseguraba de que el padre no tuviera acceso a su hijo y que Leo viviera bajo su control, obligándolo a obedecer sus reglas. El chico, sin embargo, se aferró a su esperanza como un faro en la oscuridad, un faro que brillaba con el pensamiento de volver a estar con su padre.




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