Leo

Capítulo 5

Miró detalladamente la zona en la que ahora se encontraba, y sí, el espectro había desaparecido. Un alivio momentáneo lo inundó, permitiendo que sus músculos se relajaran por primera vez en minutos. Le dedicó una fugaz mirada al resplandeciente monumento, una cruz que parecía haber ahuyentado a la oscuridad, para luego alejarse de él mientras extraía el celular de su bolsillo. Con dedos temblorosos, marcó el número de su padre, su única esperanza en ese momento, con la necesidad de comunicarse con él y contarle todo lo que había sucedido.

-¡Papá! –exclamó entre jadeos.

-¡¿Hijo dónde estás?! –Su voz estaba sobre cargada de preocupación- ¡Tu madre está furiosa!

-¡Papá, escúchame! -pero en ese momento, la luz de uno de los faroles se encendió, permitiéndole observar una vez más la terrorífica figura de aquel hombre, quien ahora había adoptado una altura inexplicable- ¡Oh por Dios!

-¡¿Qué sucede, hijo?!

Leo intentó gritar con todas sus fuerzas, pero un nudo de terror se formó en su garganta, ahogando su voz. Solo consiguió abrir la boca en un gesto de muda desesperación. La noche oprimió sus murmullos, tragándose el sonido y dejando un silencio que se sentía más pesado que el aire mismo. Un poderoso escalofrío se apoderó de todo su cuerpo, y sus piernas, incapaces de moverse, lo mantuvieron anclado en la oscuridad. Y allí, en la penumbra, el espectro se abalanzó sobre él, con sus ojos vacíos brillando con un fulgor sobrenatural.

-¡¿Hijo, responde?! –escuchó, mientras dejaba caer su teléfono.

La oscuridad lo envolvió como una manta pesada y el miedo lo incitaba a correr. Estuvo a punto de dar un paso, cuando una fría brisa agudizó todos sus sentidos, pero antes que pudiera ejecutar cualquier movimiento, percibió un agarre firme y helado en sus pies. Las manos del espectro lo habían apresado con una fuerza inhumana, haciendo que su corazón se detuviera por unos cuantos segundos.

-¡¿Leo, ¡¡¿dónde estás?! –cuestionó su padre en medio de la desesperación.

Leo sentía como el suelo se deslizaba bajo su cuerpo. Una pista de asfalto que lo torturaba sin piedad. Sus temblorosas manos buscaban con desesperación algo a lo que aferrarse, pero todo lo que encontraba eran sombras y vacío. El rose de su cuerpo contra la dura superficie le generaba un dolor agudísimo, como si cada rasguño fuera un recordatorio de su impotencia. Cerró sus ojos con todas sus fuerzas, tratando de bloquear la realidad, pero el terror se filtraba en su mente, intensificando cada grito silencioso que resonaba en su interior.

-¡Leo, responde por favor! –se escuchó la débil voz proveniente del teléfono.

Con un grito ahogado en su garganta, forzó cada músculo de su cuerpo, empujando contra la fría y letal presión que lo mantenía atrapado. Con un último esfuerzo desgarrador, logró soltarse de aquel agarre sobrenatural. Pero la libertad era solo un espejismo. Se arrastró sobre el suelo con desesperación. Sus manos desgastadas rasguñaban el asfalto en busca de una salvación que parecía inalcanzable. Las lágrimas comenzaban a caer por sus mejillas, cada una de ellas con una mezcla de terror y desesperanza, mientras su mente suplicaba en silencio: “Déjame ir”. Pero sus palabras se perdieron en lo más profundo de su mente cuando fue apresado nuevamente.

-¡No, por favor... por favor... ayúdenme... ayúdenme...!

En medio de su desesperación, Leo logró vislumbrar un pequeño letrero desgastado que enunciaba “Barrio San José”. Era un rayo de esperanza en medio de su tormento, un recordatorio de que había un lugar donde podría estar a salvo, pero la cruel realidad lo mantenía prisionero. La entidad, al sentir su efímera esperanza, le dedicó una especie de carcajada silenciosa que retumbó solo en su mente, una burla sádica a su inocencia. El cuerpo de Leo, ahora arrastrado hacia el callejón, se encontraba a merced de una fuerza oscura que parecía deleitarse con su sufrimiento, como un depredador que juega con su presa antes de devorarla.

El callejón, con sus paredes manchadas y el hedor a abandono, conducía a un oscuro túnel que se cernía como una boca insaciable. Sus fauces, un abismo de negrura, parecían prometer un final sin retorno. Los gritos de Leo resonaban con fuerza en la noche desierta, extendiéndose por toda la zona y reproduciendo infinitas reverberaciones que se ahogaban en la penumbra. Cada grito era una nota de desesperación que se perdía en la inmensidad de la oscuridad, un lamento que se extendía en la noche como una advertencia.

Con un último aliento ahogado, el cuerpo de Leo fue arrastrado por la oscuridad. La sangre, cálida y dolorosa, dejó un rastro húmedo sobre el asfalto. Sus gritos, que antes habían resonado con la fuerza de un lamento, se convirtieron en un susurro, una súplica que se ahogó en la penumbra del túnel, hasta desvanecerse por completo, dejando al lugar sumergido en un silencio absoluto, haciéndolo sentir más pesado que la muerte misma.

Y en medio de la calle, solo quedó el teléfono de Leo, un objeto inerte en el asfalto. A través del auricular, se escuchaba el desgarrador lamento de un hombre que, al otro lado de la línea, se aferraba a la esperanza de volver a escuchar la voz de su hijo. Pero, en un acto cruel, la pantalla del teléfono comenzó a titilar intermitentemente, un parpadeo sin vida que se negaba a morir. Y con un último destello, la pantalla se apagó por completo, llevándose consigo la última chispa de esperanza.




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