Leones del Mar - La Herencia I

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Las campanas de Campeche intentaron dar las diez en la noche, mas los repiques claros, sonoros, se ahogaron en la tormenta que azotaba las costas del Yucatán. Las calles estaban desiertas. Los truenos, el redoblar constante de la lluvia, el aullido del viento parecían inundar hasta el último rincón de la colonia.

Diego Castillano despidió a los sirvientes y se internó en el corredor que llevaba a los dormitorios. Abrió sin ruido una puerta y espió dentro de la habitación. A pesar de la tormenta, Hernán dormía con ese sueño profundo que es la bendición de la infancia.

Diego Castillano volvió a cerrar la puerta y regresó a la sala. Comprobó que todas las trabas estaban puestas en la entrada principal de la casona, trancó el acceso al corredor que llevaba a la cocina y las habitaciones de servicio, continuó hacia la biblioteca. Entró y cerró la puerta a sus espaldas. Apagó todas las luces excepto el candil en la repisa sobre el hogar, y tomó las dos pistolas que había allí, asegurándolas en su cintura.

Se acercó al ventanal que se abría al jardín posterior. A pesar de los relámpagos, la oscuridad y la lluvia le impedían distinguir a los tres ganapanes que contratara esa mañana en los muelles, pero los sabía apostados allí afuera, en refugios improvisados para resguardarse un poco de la tormenta. No le inspiraban ninguna confianza, tal como las pistolas en su cintura no le proporcionaban ningún alivio a su nerviosismo. Pero contaba con que el alboroto de los truhanes le daría una oportunidad.

Permaneció junto al ventanal, los ojos moviéndose entre las sombras agitadas del jardín, y maldijo por enésima vez aquella seguidilla de tormentas que lo mantenían prisionero en la ciudad. Había contado con que él y Hernán ya estarían a miles de kilómetros de Campeche para esa fecha.

Un suspiro agitó su pecho.

Veinte años.

Esa noche se hacían veinte años de la revuelta campesina de 1640 en su aldea natal de Los Encinos. Allá lejos en Andalucía, al otro lado del mar.

Volvía a sentir la transpiración correr bajo su ropa y el cañón caliente del arcabuz en sus manos. El miedo retorciéndole las entrañas. Los gritos, los disparos, la violencia. El calor del incendio. El olor a pólvora y a sangre. Y en medio de toda aquella locura, la imagen que quedara grabada a fuego en su memoria: el niño cubierto de sangre, de pie entre los cadáveres de su padre y sus hermanos, temblando de pies a cabeza, mirándolo con ojos desorbitados. Un niño de la misma edad que su hijo Hernán.

Manuel Velázquez. Quien hasta esa noche fuera su amigo y protegido, el hermano varón que jamás tuviera.

Sabía que iría. Manuel no dejaría pasar semejante fecha sin visitarlo. Y volvería a tratar de matarlo, como hiciera ya una docena de veces en los últimos años.

¿Era el destino? ¿Era la voluntad de Dios?

Diego Castillano volvió a suspirar. No importaba lo que hiciera, tal parecía que le estaba negado dejar atrás aquella tragedia de su juventud. Dejarlo atrás a él.

Agobiado por lo sucedido la noche de la revuelta, Diego Castillano había abandonado Los Encinos antes de que la paz fuera restaurada por completo en la campiña andaluza. Sus pasos lo llevaron hacia el sud, a Cádiz, donde halló empleo en uno de los tantos astilleros de la ciudad.

Mientras trabajaba como peón de carpintería, se las ingenió para aprender a leer y escribir, y pronto logró acomodarse como aprendiz de contable en el astillero. Aquél fue el comienzo de una carrera llena de logros y satisfacciones.

Diego Castillano era feliz en Cádiz. La fortuna le sonreía: desposó a Isabel, afianzó su posición, nació el pequeño Hernán.

Hasta que se cumplieron diez años de la revuelta. Esa noche, de camino a su hogar, se detuvo en la iglesia, a prender un cirio y rezar una plegaria por los muertos de aquella noche fatídica. Especialmente sus amigos Jinés y Antonio Velázquez. Y al salir a la calle lo abordó un joven pordiosero, la mano sucia tendida hacia él para pedirle una limosna.

Diego Castillano se detuvo a sacar una moneda y vio por el rabillo del ojo un destello de acero entre los andrajos que cubrían al pordiosero. Atinó a retroceder y pedir auxilio, pero no antes de que el puñal cruzara su cuello, provocándole una herida superficial. Mientras se desplomaba en la acera, gritando por ayuda, Diego Castillano encontró los ardientes ojos negros del pordiosero, que lo miraban con odio. Y reconoció horrorizado a Manuel Velázquez. Varios transeúntes corrieron a asistirlo y eso lo salvó.

—Te mataré, traidor —juró Manuel antes de darse a la fuga.

Los recuerdos volvieron a atormentar a Diego Castillano, alimentados por el odio en la mirada de quien en otra época había querido tanto, ese niño que lo quería también, que lo admiraba, que confiaba en él ciegamente. Acosado por el miedo de volver a encontrárselo, Diego Castillano no dudó en aceptar el ofrecimiento de una posición importante en la Nueva España, donde el astillero planeaba abrir una sucursal para el mantenimiento y reparación de sus barcos al otro lado del mar.




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