Leones del Mar - La Herencia I

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Lo primero que vio Adrien Wan Claup al salir de la cabina del Soberano con su lugarteniente, fue que media docena de sus hombres habían abandonado sus tareas para reunirse junto a la escala de estribor. Su segundo se adelantaba para llamarlos al orden cuando Wan Claup tuvo un atisbo de los ruedos de una falda por entre las piernas de los hombres.

En un puerto en el que las mujeres tenían terminantemente prohibido abordar cualquier embarcación, aquella falda podía pertenecer a una sola persona.

—Está bien, Charron, es Marina —dijo, sonriendo—. Termina aquí y asegúrate de llevarle su parte al gobernador.

—Sí, señor —respondió el hombre entre dientes.

Wan Claup se adelantó solo al encuentro del grupo, que en ese momento rompió a reír entre exclamaciones.

—¡Te ha batido!

—¡Lo lograste, perla!

—La próxima vez apostaré por ella, viejo lobo.

Un muchacho rubio y fornido de unos veinte años miró por sobre su hombro, vio que Wan Claup se acercaba y retrocedió sonriendo. Tras él, un marinero cuarentón, la cara cruzada por una antigua cicatriz, sostenía en sus manos curtidas dos cabos ligados en complejos nudos, comparándolos de cerca.

—Tal parece que la embajada de bienvenida llegó temprano, capitán —dijo el muchacho rubio.

—Y no ha tenido paciencia para esperar en tierra —asintió Wan Claup, sonriendo también.

Otro marinero cuarentón giró hacia él. —¡La pequeña perla ha vencido a Maxó!

El tal Maxó hizo a un lado los cabos refunfuñando y rebuscó dentro de su casaca. Wan Claup se unió al grupo mientras todos los marineros depositaban una moneda en la palma extendida de la niña parada en medio de ellos con sonrisa triunfal.

Wan Claup ahogó un suspiro. De regreso tras tres meses en el mar, podía apreciar cuánto había crecido Marina en el último año. No sólo en estatura. A los doce años, la pubertad comenzaba a insinuarse de una forma que su vestido infantil ya no lograba disimular. En dos o tres años sería una belleza deslumbrante que ningún hombre podría ignorar. Y para entonces, Tortuga era el último lugar donde Wan Claup quería saberla. Bien, con excepción de Port Royal. Tampoco hubiera querido que su sobrina se acercara siquiera a la Nueva Babilonia.

La niña lo vio y olvidó todo para tenderle los brazos.

—¡Tío! —exclamó alegremente.

Wan Claup la estrechó un momento y se volvió hacia el muchacho. —Te robaré a Maxó y De Neill, Morris —dijo.

—Por supuesto, señor. —El muchacho señaló a los dos cuarentones—. Llevad al capitán y a la perla a tierra y regresad de inmediato.

—No es necesario, caballeros —intervino la niña, y rió al ver las expresiones de sorpresa a su alrededor—. No creeréis que he llegado volando, ¿verdad?

Se volvió hacia la borda y los hombres se asomaron, descubriendo el pequeño esquife que se mecía junto al casco del Soberano, donde dos muchachitos aguardaban apoyados en los remos. Marina agitó el puño con las monedas que acababa de ganar y le guiñó un ojo a Maxó.

—Ahora tengo con qué pagarles —terció—. Gracias, viejo lobo.

El marinero bufó mientras los demás reían.

—Vamos, pues —suspiró Wan Claup.

Precedió a la niña escala abajo, intentando decidir qué debía preocuparlo más: que su sobrina hiciera nudos náuticos mejor y más rápido que el mismísimo Maxó, que había nacido con un cabo en sus manos, o que lo hubiera hecho por dinero, para pagar un servicio que había obtenido sólo con una promesa y una sonrisa.

—Mañana es el aniversario de Morris —dijo Marina mientras los muchachitos bogaban con brío hacia los muelles—. ¿Podemos invitarlo a cenar?

Wan Claup no se sorprendió de que la niña recordara el cumpleaños de su contramaestre. El muchacho había sido uno de los tantos huérfanos que dejaba la piratería, y el padre de Marina lo había acogido bajo su techo cuando aún era un niño, hasta que fuera capaz de sostenerse por sí mismo. Morris había visto nacer a Marina, y siempre había sido como un hermano mayor para ella.

—Imagino que tras tantas semanas abordo, Morris tendrá sus propios planes para celebrar la ocasión —respondió con acento grave.

La niña resopló. —Bien puede cenar con nosotros y salir a divertirse luego. Las tabernas no irán a ningún lado.

Wan Claup no disimuló su disgusto al escucharla expresarse de esa forma. Marina bajó la vista avergonzada.

—Lo siento —murmuró—. Es que tengo un obsequio para él y querría dárselo en su día.

—Le enviaremos recado más tarde. —Wan Claup no pudo evitar una sonrisa al ver cómo se iluminaba el rostro de la niña—. Si acepta, podrás agasajarlo como gustes.

—¡Gracias, tío!




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