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Wan Claup no se dejó ver en todo el día, y regresó a la casa sólo al anochecer. Dijo que ya había cenado y se encerró en la biblioteca. Cecilia decidió que ella y Marina comerían en la cocina, con Colette y Tomasa, como hacían cuando Wan Claup estaba en el mar. La niña apenas probó bocado. No prestó atención a la conversación de las mujeres, más apesadumbrada aún que por la mañana, y pronto pidió permiso para retirarse.
Cecilia la siguió cuando salió de la cocina, y la vio detenerse ante la puerta cerrada de la biblioteca, vacilar y alejarse por el corredor con la cabeza gacha. Apenas la niña entró en su recámara, Cecilia se dirigió a la biblioteca con paso decidido. Golpeó la puerta y no aguardó respuesta para entrar.
Wan Claup bajó su libro al verla, sin el menor rastro de una sonrisa en su rostro. Cecilia cruzó la habitación para detenerse a sólo dos pasos de él.
—¿Puedo saber qué te ha picado? —preguntó, en el mismo tono con que reprendía a su hija.
Wan Claup la enfrentó sorprendido. —¿A qué te refieres?
—¿Has visto a tu sobrina desde el desayuno? —Él meneó la cabeza—. A eso me refiero.
—Pues ya la veré mañana, ¿verdad?
—Y espero que dejes de actuar como si hubiera cometido un pecado mortal. Buenas noches.
—Estuve con el capitán Feraud esta tarde —dijo Wan Claup antes que Cecilia alcanzara la puerta—. Hará la última travesía de la temporada en dos semanas. Te recomiendo que comiences los preparativos cuanto antes.
Cecilia giró hacia él. —¿Preparativos? ¿De qué hablas?
—Marina viajará a Francia este mismo año. Ya os he reservado un camarote con Feraud.
Wan Claup bajó la vista para reanudar su lectura, pero la sombra de su hermana se proyectó sobre el libro y se vio forzado a volver a enfrentarla.
—¿Estás corriéndome de mi propia casa? ¡Cómo te atreves! —espetó Cecilia en un susurro enfadado.
—Por supuesto que no. Puedes estar de regreso en el verano, apenas la pequeña perla esté acomodada.
—¿Acomodada en un convento o con un marido? —Cecilia irguió la cabeza orgullosa—. Mi hija y yo no iremos a ningún lado, Wan. Tú, en cambio, podrías visitar a tu amiga, la viuda de Mercier. Tal vez ella te ayude a aclarar esa cabeza tuya, llena de tonterías.
—Lo hago por su bien, Cécile. Confía en mí —respondió Wan Claup con gravedad.
Ella soltó una risa amarga. —¿El bien de quién, hermano? Tú ya no sabes quién es tu sobrina. O quién soy yo, si vamos al caso. No es tu culpa, lo comprendo. Pero a ti te toca comprender que unas pocas semanas al año con nosotras no bastan para percibir todos los cambios a tu alrededor. ¡Fíjate que aún me llamas por mi nombre de doncella! Hace quince años que dejé de ser Cécile Wan Claup, hermano. Soy Cecilia de Velázquez, y lo seré hasta el día de mi muerte. Y te digo que no enviaré a Marina a Europa para condenarla a una vida de infelicidad. —Volvió a darle la espalda y a encaminarse hacia la puerta—. Dale mis saludos a Madame Mercier. Tal vez sea mejor que te alojes con ella hasta que vuelvas a zarpar.
Cecilia dejó a Wan Claup digiriendo sus palabras y se dirigió a su habitación.
Tomasa, con su discreción habitual, le llevó un té de hierbas sin que precisara pedírselo. Mientras el ama de llaves la ayudaba a desvestirse, Cecilia oyó a su hermano salir a caballo de nuevo y un hondo suspiro escapó de sus labios.
—¿Has sabido algo de La Lumière? —inquirió, intentando distraerse.
—Nada nuevo, nada bueno, señora —respondió la negra apesadumbrada—. Monsieur Patini aún no paga los jornales de sus trabajadores y amenaza con marcharse a Guadalupe, donde le permiten tener esclavos.
—La muerte de su esposa le ha ennegrecido el corazón —dijo Cecilia pensativa, deshaciendo sus trenzas—. Debemos hacer algo para ayudar a esa pobre gente.
—Los que peor la pasan son los niños. Pasan días enteros hambreados.
—Hablaré con Fray Bernard. Él sabrá aconsejarnos para hallar la mejor manera de asistirlos. —Cecilia terminó su té y le tendió la taza vacía a Tomasa forzando una sonrisa—. Gracias, Tomasa. Que descanses.
El ama de llaves asintió, devolviéndole la sonrisa, y dejó la habitación.
Wan Claup regresó entrada la noche. Llegaba de ver a Laventry, no a la viuda Mercier, y las burlas de su amigo aún parecía resonar en su cabeza. Para su sorpresa, Laventry le había dado la razón a Cecilia, tildándolo de necio y obcecado.
—Por supuesto que la pequeña perla me pidió que le enseñe a usar una hoja. Más de una vez. También quiere que la acepte de grumete en el Águila. ¿Qué esperabas? ¡Es la hija del Fantasma! ¿Con qué podría soñar, más que con el mar? Confía en Cecilia, Wan. Es su madre y sabe mejor que nadie lo que nuestra niña necesita.