Leones del Mar - La Herencia I

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Cecilia indicó a Tomasa y Colette que ya podían retirarse y sirvió ella misma el té a Wan Claup y sus amigos, que se demoraran conversando en el comedor después de la cena. Ninguno de ellos se inmutó cuando Cecilia se sentó a la mesa de los hombres, y siguieron discutiendo el tema que los preocupaba más de lo habitual: la Armada de Barlovento.

El tratado de Aquisgrán de 1668 había puesto fin a la Guerra de Devolución entre España y Francia. Pero eso era Europa. En el Caribe, los filibusteros seguían atacando naves españolas, que eran las que transportaban los mejores cargamentos. En tanto los españoles aún colgaban a cuanto pirata caía en sus manos, sin detenerse en pequeñeces como la nacionalidad de sus prisioneros. La vergonzosa derrota que Henry Morgan le infligiera a la Armada había provocado un recrudecimiento de las hostilidades en esa parte de las Américas.

Sir Thomas Modyford, gobernador de Jamaica, le había otorgado patente de corso al antiguo lugarteniente del holandés Mansvelt, que parecía decidido a  emular al Olonés en violencia y ambición.

Como si el ataque que dirigiera en 1668 contra Chagres y Portobelo no hubiera sido suficiente, en marzo de 1669, Morgan había atacado Maracaibo y Gibraltar, demorándose más de un mes en el Lago para saquear y torturar rehenes, a la espera de que le pagaran el tributo de quema que exigía por no destruir las dos ciudades.

Las tres naves de mayor porte de la Armada, dos galeones y una fragata, intentaron emboscar a la flotilla del inglés a la salida del Lago de Maracaibo. Pero Morgan les soltó por delante un brulote que dio fuego a uno de los galeones y le permitió tomar la ofensiva. En la batalla que siguió, los propios españoles incendiaron el otro galeón para evitar que Morgan lo capturara, aunque no pudieron evitar que se hiciera con la fragata restante. Una vez vencida la flotilla española, Morgan y los suyos engañaron a la guarnición del Castillo San Carlos con un conato de ataque por tierra, para que reubicaran los cañones en el parapeto más alejado al agua, y huyeron a toda vela durante la noche.

Desde entonces, la Armada de Barlovento se había renovado con naves de menor porte, fragatas y guerreros que ya se hallaban en servicio en el Caribe, y había cambiado por completo su estrategia. La flotilla de defensa ineficaz a la que piratas y corsarios estaban habituados se había transformado en una escuadra eficiente y definitivamente ofensiva. Al parecer, la sangre nueva había mejorado las tácticas y la moral de los españoles, y algunos de los jóvenes oficiales llegados de Cádiz ya se estaban haciendo un nombre derrotando Hermanos de la Costa, jamaiquinos y holandeses de Curazao.

—Dicen que el peor es el León, —comentó Harry. Vio el gesto burlón de Laventry y explicó:— Es el nombre del barco y se lo han pasado al capitán. Dicen que el muchacho es un verdadero demonio.

—Es lo que dicen también de todos nosotros —terció Wan Claup, escéptico.

—¿Qué hay de los rumores de un ataque a la isla? —inquirió Cecilia

—Ahora que somos oficialmente colonia francesa, un ataque violaría los tratados —respondió Wan Claup—. Atacar Tortuga equivaldría a una declaración de guerra. La Armada no puede tomar semejante iniciativa sin autorización de la Corona.

—Pues en Cayona no se habla de otra cosa —dijo Cecilia—. Hasta escuché que el gobernador está planeando una leva de emergencia para reforzar la guarnición de Fort-de-Rocher.

—En Port Royal ocurre lo mismo —coincidió Harry—. Y los ingleses saben que no pueden esperar ayuda para retener la isla si los españoles intentan recuperarla. Modyford está dándole patente de corso a cualquier patán que Morgan le trae, con tal de tener al menos la ilusión de una flota defensiva para conservar Jamaica.

—Hacen bien —dijo Laventry—. No podemos descartar la amenaza. Un tratado firmado en Europa el año pasado no es ninguna garantía. Los españoles son mañosos, y podrían presentarlo como legítima defensa.

—Deberíamos hacer algo —asintió Wan Claup—. Tomar cada uno un área diferente y patrullarla. Si los rumores son ciertos, los veríamos venir y podríamos dar la alarma con tiempo para organizar la defensa aquí en Tortuga.

Harry frunció el ceño al escucharlo. —¿Tú crees que tendríamos alguna chance?

¡Sacre Dieu! —exclamó Laventry—. ¡No les queda más que media docena de guerreros!

—Dos guerreros y cuatro fragatas —puntualizó Wan Claup—. Son un problema si los encontramos solos en alta mar, pero no si retrocedemos y nos preparamos para recibirlos aquí, apoyados por las cuarenta piezas del fuerte.

Hicieron una pausa, meditando lo que habían conversado. Al fin Harry asintió con gesto resuelto.

—Tienes razón, hagámoslo. Aunque necesitaríamos un barco más. Dos para patrullar el este y dos para el oeste, hacia el norte y hacia el sur.

Laventry hizo una mueca. —Habrá que ver quién se presta. Serán meses de poco rédito. Nosotros podemos permitírnoslo, pero no sé quién más estaría dispuesto a sumarse en esos términos.

—Hablaré con el gobernador —dijo Wan Claup—. Quizá pueda prescindir de su fragata liviana.




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