Leones del Mar - La Herencia I

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La taberna de Philippe estaba llena de bote a bote, como cada anochecer, sólo que en aquella ocasión no se oían voces fuertes ni risotadas. Nadie jugaba dados ni apostaba a los gallos. Las muchachas se habían tomado la tarde libre. Y en la calle, flanqueando la puerta cerrada, Maxó y De Neill cuidaban que nadie entrara a interrumpir la reunión que se desarrollaba en el interior.

Los piratas escucharon con seriedad poco habitual la exposición de Wan Claup acerca del patrullaje. Luego explicó que como navegarían con una ruta ya establecida, en la cual lo más probable era que no encontraran naves españolas para asaltar, él estaba dispuesto a pagarles un modestísimo jornal, más simbólico que útil, a quienes permanecieran en su tripulación.

Nadie formuló preguntas, y cuando Wan Claup pidió que alzaran la mano quienes estaban dispuestos a acompañarlo, todos y cada uno de ellos respondieron con sus puños en alto.

Wan Claup sonrió y se tomó un momento para beber un sorbo del excelente Oporto que Philippe le sirviera.

—Eso no es todo —dijo, con su aplomo habitual—. Mi sobrina Marina será de la partida como nuestro nuevo grumete. No obligaré a nadie a navegar con una mujer, de modo que quienes no deseen hacerlo, sólo tienen que decirlo. Mas necesito saberlo esta misma noche, porque una vez que zarpemos, no toleraré rencillas ni chismorreos a bordo. Quienes prefieran abstenerse quedarán relevados de su compromiso con el Soberano sin ninguna consecuencia, y serán bienvenidos de regreso a bordo cuando lo deseen. Johannes Laventry y Harry Jones están completando sus tripulaciones también, sin mujeres. Los hallaréis mañana en los muelles si os interesa enrolaros en el Águila Real o el Esparta. —Wan Claup hizo una seña a Morris, de pie cerca de la puerta—. Muchas gracias, señores. Lo que sigue es sólo para quienes permanecerán en mi tripulación —agregó con otra sonrisa, pero en tono terminante.

Morris abrió la puerta de la taberna y permaneció allí, de brazos cruzados, dispuesto a memorizar cada cara que estaba a punto de pasar a su lado hacia afuera. Una docena de hombres vaciaron sus copas, saludaron a Wan Claup con una respetuosa inclinación de cabeza y se marcharon. Los demás los despidieron con burlas y pidieron más bebida. El corsario advirtió las miradas furtivas que su segundo Charron lanzaba hacia la puerta, pero no hizo nada por ayudarlo a decidirse.

La reunión no duró mucho más. Sólo restaba repasar las tareas necesarias para zarpar en tres días y designar quiénes se encargarían de ellas abordo y en tierra. Cuando Wan Claup dio por terminada la conversación, Jean Laville, jefe de artilleros del Soberano, alzó un poco la mano para reclamar su atención.

—¿Dónde dormirá la niña, capitán? —preguntó—. No podemos colgar su hamaca con las nuestras.

—¿Por qué no? —replicó Wan Claup, y volvió a sonreír al ver las expresiones de sus hombres.

—¿Pretendéis que la perla duerma con nosotros? —exclamó el viejo Hans escandalizado.

—Puede colgar su hamaca sobre la batería de popa.

—¡Pero eso es junto a la escotilla! ¡Todos pasamos por allí! —objetó Charlie Bones, el cirujano de abordo.

Wan Claup rió por lo bajo. De pronto todos aquellos piratas curtidos, con muchas más cicatrices que escrúpulos, parecían a punto de persignarse.

—Entonces tendrá que levantarse temprano, ¿verdad? —respondió sonriendo—. No os preocupéis por ella, caballeros. Os aseguro que estará contenta aún si colgamos su hamaca del bauprés. Disfrutad vuestra velada. Os veré por la mañana en los muelles.

Mientras los hombres se despedían y salían, Wan Claup se volvió hacia su segundo.

—Esperaba más honestidad de tu parte, Charron —dijo en voz baja, para que nadie más lo escuchara—. Sé que no estás de acuerdo con que Marina se sume a la tripulación, mas intentaste ocultármelo. Preciso un segundo de a bordo en quien pueda confiar, y hoy has demostrado que tú no eres ese hombre. Quedas relevado de tu cargo.

Charron lo enfrentó como si lo hubiera abofeteado. Wan Claup sostuvo su mirada sin inmutarse, hasta que el otro bajó la vista y asintió, poniéndose el sombrero.

—Sí, señor —murmuró, y se marchó.

Morris aguardó a que se fueran todos y se acercó a Wan Claup, intrigado.

—¿Qué le ocurre a Charron, capitán? Parecía que se le hubiera muerto alguien.

Wan Claup le convidó Oporto y se encogió de hombros, restándole importancia. —Lo he despedido. Necesito un segundo que se atreva a hablar cuando corresponde, aun para contradecirme. —Observó a Morris con el ceño un poco fruncido, recordando la noche que lo encontrara con Marina en el granero, dos años atrás—. Tú tomarás su lugar, muchacho. Briand puede reemplazarte como contramaestre.

Los ojos de Morris se abrieron como platos. También abrió la boca, pero no logró articular palabra. Maxó y De Neill se les unieron en ese momento.

—Aún somos cincuenta —comentó Maxó—. Ni siquiera precisamos reclutar reemplazos.

Wan Claup le hizo señas a Philippe para que trajera vino y copas para todos y los invitó a sentarse con él a la mesa. De Neill lanzó un silbido al ver la botella.




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