Leones del Mar - La Herencia I

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Los dos días siguientes transcurrieron como un sueño para Marina. La tripulación la recibió con afecto, y todos tendían a dejarle las tareas más simples y livianas. Hasta que Morris la envió a buscar algo a la bodega y los reprendió. La muchacha notó sorprendida que luego de su excursión bajo cubierta, los piratas murmuraban una disculpa antes de pedirle que hiciera tal o cual cosa, pero no le dio importancia. A pesar de no ser robusta, era fuerte y ágil, y acometía cada tarea que le encomendaban con entusiasmo, de modo que los hombres pronto dejaron de preocuparse.

Al mediodía, bajo el rayo del sol tropical en aquella bahía reparada del viento, Marina sudaba copiosamente mientras acarreaba sacos de provisiones. Maxó lo advirtió y la detuvo bajo cubierta antes de que fuera por otro saco. Le indicó que lo siguiera y la guió a popa. Allí le hizo señas para que se sentara en la cureña de uno de los cañones.

—Quítate esas botas, perla —dijo, sacando un puñal de su faja. Esperó a que la muchacha se descalzara y le sujetó un tobillo.

Marina se quedó muy quieta cuando el pirata introdujo con cuidado la punta de su hoja a través del pantalón. Maxó sostuvo la tela para mantenerla separada de la piel de Marina y cortó por encima de la rodilla. De un tirón arrancó la parte inferior de la pierna del pantalón, hizo lo mismo con la otra pierna, y también con las mangas de la casaca de Marina.

—Así estarás más cómoda. Y no te molestes con esas botas tan gruesas, descalza andarás mejor.

Marina se paró mirándose y rió alegremente. —¡Gracias, viejo lobo! —exclamó, y se fue a todo correr de regreso a su tarea.

Todos sonrieron al verla aparecer con esas bermudas improvisadas y los brazos desnudos, y Wan Claup sólo pudo suspirar, meneando la cabeza.

Trabajaron sin descanso hasta que el sol comenzó a declinar. Quedaba poco por hacer al día siguiente, y de regreso en tierra, la tripulación decidió terminar la dura jornada como correspondía: en una taberna.

Cecilia aguardaba en el muelle, y estuvo a punto de desmayarse al ver a su hija tomar tierra descalza y medio desnuda, trayendo las botas en la mano. La apuró para que subiera al carruaje y cerró las cortinas, pálida y agitada.

—¡Por gracia de Dios, Marina! ¿Cómo te atreves a mostrarte así? —exclamó.

—Me estaba quemando viva con tanta ropa, madre —respondió Marina muy tranquila—. Y todos los demás estaban vestidos más o menos como yo.

—¡Desvestidos, querrás decir!

La risa suave de Wan Claup lo hizo blanco del disgusto de su hermana, pero alzó una mano antes que ella pudiera regañarlo.

—Tranquila, Cécile. La perla dice la verdad. Hacía demasiado calor para pantalones y mangas largas, y mis hombres se colgarían solos de un penol antes de mirarla.

De regreso en su casa, la muchacha fue directo a la cocina, donde su atuendo provocó un nuevo revuelo, y tuvo que esperar que Tomasa y Colette se calmaran para pedirles algo de comer. Colette le sirvió un generoso plato mientras la negra le preparaba el baño. Marina devoró cuanto la cocinera le puso delante, y le costó mantenerse despierta hasta salir de la tina. A la hora de la cena, ya estaba dormida en su cama, derrengada pero feliz. Cecilia se asomó a su habitación para apagar el candil y la encontró sonriendo en sueños, las mejillas arreboladas por el sol.

El día siguiente fue mucho más sencillo. Había menos trabajo a bordo, y pasado el mediodía, Marina se tomó un descanso con Maxó y De Neill sobre cubierta. Los piratas le enseñaron el nombre de todas las velas, hasta el último foque, y la hicieron repetirlos hasta que los supo de memoria. Por la tarde tuvo oportunidad de trepar al trinquete con ellos, y se sentaron los tres en una verga a estudiar cómo se amarraba el velamen. Regresó a su casa con Wan Claup más temprano que el día anterior, y en esta ocasión tuvo el buen tino de cambiarse antes de desembarcar.

Su madre y Tomasa no habían estado ociosas, y la recibieron con un arcón donde halló varias mudas de ropa, que hasta incluían casacas sin mangas, pantalones cortos y sandalias de cuero para que no tuviera que andar descalza. El “ajuar”, como lo llamó Wan Claup divertido, contaba también con una camisa de lino fino, pantalones largos, chaleco, calcetines y un capote por si encontraban lluvia.

Cecilia echó a su hermano del dormitorio de su hija y se encerró allí con ella.  Esos dos días, Cecilia la había ayudado a fajarse el pecho por la mañana, tanto por comodidad como por recato, pero una vez que zarparan, Marina debería ser capaz de hacerlo sola. Cecilia se sentó junto a la ventana a observarla intentarlo.

—Esto es un infierno —gruñó la muchacha, forcejeando con la ancha banda de lino, lo bastante larga para dar varias vueltas alrededor de su torso.

—¿Prefieres usar corset? —bromeó Cecilia, y suavizó su acento para preguntar: —¿Cómo te sientes hija? ¿Estás contenta?

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de la muchacha al asentir, y sin darse cuenta terminó de fajarse sin inconvenientes.




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