Leones del Mar - La Herencia I

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Nadie se sorprendió cuando D’Oregon retiró la fragata liviana del patrullaje sólo tres semanas después, alegando que era su único medio para mantenerse en contacto con Europa y las colonias francesas de las Islas de Barlovento. Por fortuna, Richard Hinault se ofreció para cubrir la vacante y tomar el área que quedara sin vigilancia. Wan Claup, Laventry y Harry se lo agradecieron con efusión, e intercambiaron miradas escépticas apenas Hinault les dio la espalda. La fragata de D’Oregon había patrullado las aguas al noreste de Tortuga, entre Cuba y las Islas de Bajamar: el corredor de los mercantes españoles que cubrían la ruta de San Juan a La Habana, y de los galeones que zarpaban desde Cuba hacia Europa. Resultaba evidente que el bueno de Hinault estaba más interesado en el botín que en la vigilancia. Pero Laventry y Harry habían obtenido buenas ganancias durante sus patrullas, de modo que no iban a criticar el súbito interés de otros capitanes.

Noticias preocupantes llegaban desde Jamaica y Curazao en esos días. A pesar del rumor de que la Armada de Barlovento había dejado el Mar Caribe para escoltar a la Flota de Nueva España a través del Atlántico, los hechos indicaban que los españoles estaban diezmando las filas piratas. Las embarcaciones más pequeñas eran presa fácil para la flotilla española, mas ni siquiera los barcos de mayor porte estaban seguros. Los españoles no sólo apelaban a su poder de fuego y su superioridad numérica, sino que además desplegaban una astucia desconocida a la hora de atacar.

Wan Claup, Laventry y Harry llegaron a la conclusión de que la Armada, contra todo antecedente, se había diseminado para actuar por todo el Mar Caribe. Se hablaba de emboscadas cerca de las Caimán, así como en las inmediaciones de Puerto Rico y las Islas de Sotavento. La Armada se había vuelto impredecible y letal, y ya nadie se sentía demasiado seguro navegando bajo la bandera negra.

—Un día tendremos que plantarles cara y enseñarles su lugar —decía Laventry.

—Primero tenemos que encontrarlos —replicaba Wan Claup.

Y callaba que hasta que lograra desembarcar a Marina del Soberano, él no tenía la menor intención de salir en busca de la Armada. No sólo porque no estaba dispuesto a exponer a su sobrina a una batalla. El problema era que el protagonista recurrente de aquellos relatos era siempre el León, el barco y su capitán por igual, y los piratas hablaban de él con temor manifiesto.

Wan Claup estaba resuelto a mantener a Marina tan lejos de la Armada y su León como le fuera posible, aunque gastara toda su fortuna pagando la soldada de su tripulación a cambio de navegar sin botín. Aquello no duraría mucho. Pronto Alguien le daría al jovencito un ascenso que lo encadenaría a un despacho en Nueva España o Tierra Firme, tal vez incluso en España. Y si para entonces Marina no se había aburrido de ir y venir al Canal de la Mona, y aún navegaba con él, podría al fin mostrarle el Mar Caribe más allá del Paso del Viento.

Marina sabía que aquélla no era la rutina habitual de un barco corsario, pero se cuidaba muy bien de no hacer ningún comentario al respecto. Al fin y al cabo estaba haciendo lo que siempre soñara: ¡navegar! No estaba dispuesta a darle el menor motivo a su tío para dejarla en tierra. De modo que seguía disfrutando la vida del mar y aprendiendo con avidez.

Así fue que ni siquiera se enteró cuando D’Oregon puso a Laventry al frente de medio millar de hombres y lo envió a La Española, contra Puerto Plata y Santiago de los Caballeros, a pesar de que el puerto español se hallaba en la ruta del Soberano. Y si bien notó que el puerto de Cayona parecía despoblarse de navíos y marinos conforme pasaban los meses, nunca llegó a saber de los masivos reclutamientos que realizaran Morgan y El Olonés para sus expediciones contra Cartagena y Nicaragua.

 La tripulación de Wan Claup pronto se habituó a tener a Marina abordo, y no tardaron en tratarla como a cualquier otro grumete que se hubiera enrolado con ellos antes. Todos coincidían en que la muchacha era diligente y despierta, nunca evitaba el trabajo y aprendía todo con una rapidez sorprendente.

—Con demasiada facilidad —decían algunos con expresiones elocuentes.

Varios de ellos habían conocido al Fantasma, y recordaban que el andaluz había sido igual de rápido y diligente cuando recién llegaba a Tortuga. Algunos le habían preguntado a Marina cómo era posible que nunca necesitara más de tres palabras para comprender lo que a cualquier marino le llevaba semanas y hasta meses. En esas ocasiones, la muchacha se miraba las manos y meneaba la cabeza.

—No lo sé —respondía con perpleja sinceridad—. A veces descubro que mis manos saben hacer cosas que yo ignoraba, o el sentido común me indica cómo hacerlo.

—¿Como si hubieras navegado antes? —preguntaban entonces.

Y ella asentía, encogiéndose de hombros.

Aquello había ocasionado cierto nerviosismo entre la tripulación, hasta que Maxó zanjara la cuestión con su pragmatismo habitual.

—¿Y qué si su padre la guía desde el otro mundo? —expuso con todas las letras, y se encogió de hombros—. Por mí, perfecto. Conocí a Manuel antes de que fuera capitán, y si un espíritu de ultratumba tiene que rondarnos, les digo que ninguno mejor que el suyo. ¿No ven que si él cuida de su hija, nosotros estamos a salvo también? Quiero decir, aquí estamos, ¿no? A bordo del mejor barco de la Hermandad de la Costa, con un capitán como Wan Claup, ¿y el Fantasma como espíritu guardián? Habría que ser muy necio para creer que eso es de mala suerte.




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