Leones del Mar - La Herencia I

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El cocinero del Soberano vio la cabeza morena que se asomaba y sonrió. Antes de que Marina llegara a su lado, le arrojó una manzana, que ella atrapó en el aire.

—¡Gracias, Pierre!

La muchacha salió por la escotilla de popa y subió al puente de mando, donde Morris también la recibió con una sonrisa.

—¿Adónde vas con tanto equipaje? —le preguntó.

Marina llevaba un libro en la faja y un sombrero de ala ancha en la mano, viejo y deformado, además de la manzana que acababa de obtener en la cocina.

—Tomaré la última hora de la guardia de Oliver, si no tienes inconveniente —respondió, señalando la cofa del palo mayor.

—Lo estás malacostumbrando, perla.

—Yo diría que es al revés.

La muchacha descendió del puente. Junto a la jarcia del palo mayor se encasquetó el sombrero, se quitó las sandalias, mordió la manzana para sostenerla en su boca y trepó a la borda. Wan Claup salía de su cabina, y se detuvo a verla subir por el cordamen. Sus movimientos eran ágiles y seguros. En aquellos seis meses había aprendido a izarse adonde fuera necesario con rapidez y sin pasos en falso.

—¿Dónde estamos? —preguntó Wan Claup subiendo al puente—. Ya deberíamos haber superado la entrada al Canal.

—Sí, capitán. Hace dos horas —respondió Morris.

—Seguiremos un poco más y daremos la vuelta al anochecer, a la altura de Desecheo.

—Sí, señor —respondió De Neill desde el timón.

En la cofa del palo mayor, el vigía de turno le tendió una mano a Marina para ayudarla a llegar a su lado y le dio su catalejo.

—Ten, perla. No que vayas a precisarlo, pero nunca está de más.

—Gracias, Oliver. En verdad espero no necesitarlo, porque me traje tarea —sonrió ella, palmeando el libro en su faja.

—¿Qué estás leyendo ahora?

—Paraíso Perdido, de un tal Milton. Fray Bernard me lo regaló para que practique mi inglés.

—Pues que te diviertas.

El pirata descendió de la cofa y Marina se sentó en la plataforma de madera, las piernas colgando por encima del borde. Dejó el libro a su lado y miró hacia adelante, tomándose un momento para disfrutar la vista.

El Soberano navegaba hacia el este, de modo que la vela le ocultaba el océano a su izquierda y dejaba que el sol cayera a plomo sobre ella. Pero el viento era fresco allá arriba, aliviando el calor del mediodía. Sus ojos negros se perdieron en el azul inconmensurable que se abría ante ella y suspiró. Aquélla era una vista de la que jamás se aburriría. Y no sólo la vista. La caricia del viento marino y del sol tropical, la sensación de libertad que experimentaba, la alegría simple y pura, inexplicable que le provocaban. Nunca podría cansarse de nada de eso. Nunca sentiría que había tenido suficiente de aquella inmensidad.

Pronto virarían hacia el sud y tendría que participar en la maniobra de reorientar el velamen, de modo que se obligó a apartar los ojos del horizonte y abrió su libro. Comió la manzana sin prisa, saboreando el jugo dulce que calmaba su sed.

Cuando Briand anunció la virada, Marina volvió a guardar el libro en su faja, aseguró el catalejo y se puso de pie. Oliver regresaba con tres hombres más para ajustar la gavia. Por todo el Soberano, los piratas se apresuraban por el cordamen o se aprestaban sobre cubierta. La tripulación reorientó el velamen siguiendo las instrucciones de Briand. El Soberano disminuyó su velocidad al enfrentar el viento, tomó su nuevo curso y continuó avanzando.

Antes de que la gavia bloqueara su vista hacia estribor, Marina creyó divisar algo en el agua, al sud de donde se encontraban.

—¿Qué es eso, Oliver? —preguntó, señalando hacia adelante.

El pirata se apresuró a abrir el catalejo, pero la vela ya estaba orientada en esa dirección, de modo que trepó hasta la cruceta para poder mirar hacia el sud. Marina no vaciló en seguirlo.

Briand los vio apresurarse por las jarcias. —¡Oé, perla! ¿Qué sucede? —preguntó, haciendo bocina con sus manos para dar más potencia a su voz.

La muchacha se aferró a un cabo, de pie en el último flechaste porque no quedaba espacio para ella en la cruceta, y bajó la vista hacia el contramaestre para menear la cabeza.

—¡No lo sé, Briand! ¡Creo que vi algo!

A su lado, Oliver se había agachado para asomarse por debajo del juanete y estudiaba el horizonte al sudeste del Soberano. Marina lo imitó, en precario equilibrio sobre el flechaste.

—Parece una nube —dijo, aguzando la vista.

—Sí, pero es imposible —gruñó Oliver—. Sólo puede ser humo. —Le entregó el catalejo a Marina y volvió a pasar por debajo de la vela para erguirse en la cruceta—. ¡Humo a proa! —exclamó a toda voz—. ¡Viene del Canal!

—¡Al pairo! —ordenó Wan Claup de inmediato.




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