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—¡Perla!
La muchacha se sobresaltó al oír la voz restallante de su tío y lo siguió. Wan Claup cruzó la cámara, yendo a detenerse frente a las ventanas abiertas, de espaldas a su sobrina. Se tomó un momento para serenarse antes de enfrentarla.
—Quiero que me escuches con atención, Marina. Y que uses la cabeza, no el corazón. Ha llegado el momento de probar que ya no eres una niña.
Marina asintió, el ceño un poco fruncido. Wan Claup jamás le había hablado con tanta gravedad.
—La Armada de Barlovento aparecerá en el horizonte de un momento a otro —siguió Wan Claup—. Y no dejarán nuestra estela hasta alcanzarnos.
—¿Tú crees que nos seguirán hasta Tortuga? —inquirió la muchacha, tan seria como él.
—No. Atacar la isla sería una declaración de guerra. Pero intentarán darnos caza en mar abierto si se lo permitimos —replicó Wan Claup, mirándola de lleno a los ojos.
El Soberano viró en redondo mientras hablaban, y Marina lo sintió ganar velocidad con una rapidez sorprendente.
—Tienes un plan —dijo.
—Sí, y depende de ti. —Ella no disimuló su sorpresa—. Esto es la guerra, perla. Y ya acabas de ver que en la guerra, cualquier error se paga con la vida. Pero en mi caso, un error no significaría sólo mi muerte, sino la de mi tripulación. Soy responsable por la vida de todos y cada uno de mis hombres, Marina, y eso es lo que debe guiar mis decisiones, ¿comprendes?
Marina volvió a asentir.
—El problema en este momento es que no podré tomar las decisiones correctas, las que sean mejores para mi tripulación y mi barco, si debo preocuparme por ti, condicionado por el temor de que te encapriches y te niegues a obedecerme o peques de temeraria.
La muchacha se envaró, ofendida. —Eres mi capitán. Obedeceré cualquier orden que me des.
—¿Aun si te ordeno huir de una batalla?
Marina abrió la boca. Pero la cerró y apretó los dientes para asentir una vez más. —Sí, capitán —gruñó.
Wan Claup se permitió una sonrisa tensa. —Bien. Pronto sabremos si eres sincera. Ahora envíame a Morris —dijo, suavizando su acento—. Tú procúrate un catalejo. Te quiero en el palo mayor, en el carajo si te atreves, con un ojo al sud para avisarme apenas asomen en el horizonte.
—¡Sí, señor!
Wan Claup la vio salir con un suspiro.
Marina le avisó a Morris que su tío quería verlo y se izó por el palo mayor. En la primera cofa estaba el vigía con tres tiradores, y halló otro tirador más en la cruceta sobre ellos. Continuó subiendo hasta alcanzar el carajo, la diminuta plataforma montada sobre la verga del juanete. Allí se paró contra el sobremastelero y lo rodeó con un brazo para sujetarse.
El Soberano parecía correr sobre el agua. Marina no tenía mucha experiencia calculando la velocidad de un barco, pero estaba segura que habían sobrepasado los seis nudos y seguían acelerando. A ese ritmo, avistarían Tortuga al atardecer del día siguiente.
Se preguntó cuál sería el plan de Wan Claup. Si en verdad la Armada de Barlovento venía tras ellos, tenía sentido que intentaran dejarla atrás. Si seguían ganando velocidad tal vez los guerreros no lograran alcanzarlos, pero por lo que ella sabía, una fragata podía desarrollar hasta doce nudos, cuatro más que un bergantín como el Soberano.
Su tío había dado a entender que su plan incluía no permitir que la flotilla española los alcanzara. Sin embargo, había hablado de batalla. ¿A qué se refería? Rezongó en voz alta. Sabía que Wan Claup tenía fama de atrevido, como su padre la tuviera, pero no lo creía suicida. De modo que su plan no podía ser tan absurdo como intentar hacer frente a toda la Armada solo. Esta vez se atrevió a maldecir por lo bajo. Aún ignoraba demasiado sobre enfrentamientos navales para imaginar lo que su tío tenía en mente.
Desde allí arriba lo vio de regreso en el puente con Morris.
Fue ella quien dio la voz de alarma, dos horas después.
—¡Velas al sud! —gritó desde su atalaya—. ¡Tres palos! ¡Bandera española!
El vigía de la cofa bajo ella no tardó en confirmarlo y repitió su aviso a los que estaban sobre cubierta.
Marina mantuvo su catalejo enfocado en las naves que se perfilaban en el horizonte. Altas de borda y arboladura, el estandarte blanco con la Cruz de Borgoña roja en todos los palos. Al menos una fragata y otros dos barcos de tres palos un poco más pequeños, aunque parecían igualmente rápidos.
Oyó las órdenes de Morris y Briand allá abajo. Tres docenas de piratas treparon o se deslizaron como arañas por vergas y cabos para desplegar todo el velamen auxiliar: foques, cebaderas, todas las velas de sosobre. Apenas tomaron viento, el Soberano pareció saltar hacia adelante, lanzándose en una carrera vertiginosa hacia el noroeste. Tanto presa como perseguidores corrían con viento a favor. La velocidad zanjaría la cuestión.