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Al amanecer, el Soberano hendía las aguas frente a Monte Cristi, a poco más de cien kilómetros de Cayona. Marina despertó sobresaltada con el ajetreo de la tripulación. Se sentó en su hamaca frotándose los ojos, sorprendida de haber conciliado un sueño tan profundo como el de los piratas. Conociendo el plan de Wan Claup, vistió pantalones largos, botas y una camisa limpia. En la cocina, Pierre la recibió con una escudilla de té y bizcochos, que ella agradeció con sonrisa soñolienta.
Esa mañana nadie holgazaneaba bajo cubierta. Los artilleros revisaban y aprontaban la batería de proa, otros acumulaban pólvora, proyectiles y mechas bajo las escotillas, para subirlos sobre cubierta cuando fuera necesario. Más allá, un grupo de piratas armaba cartuchos de pólvora y afilaba sables. Otros disponían mosquetes, arcabuces y pistolas en cestos. De camino a la escotilla de popa, Marina tragó los bizcochos, apuró su té y tomó una cesta llena de pistolas.
Sobre cubierta también se trabajaba sin descanso. Unos despejaban el paso de cuanto no fuera imprescindible y otros aseguraban lo que no estuviera bien sujeto. Los cestos de armas y municiones eran repartidos a lo largo de ambas bordas, entre los cañones.
Wan Claup vio el atuendo de Marina desde el puente y se volvió hacia Morris, que enrojeció hasta las orejas al enfrentar su mirada ceñuda.
—¡Diantre, muchacho! ¡Se lo dijiste! ¿Es que no puedes negarle nada? —gruñó Wan Claup.
Morris inclinó la cabeza con expresión contrita. —Lo siento, capitán.
—Por el bien de ambos, deberías aprender a decirle que no.
Mientras subía y bajaba, Marina comprobó que sólo uno de los guerreros permanecía visible tras ellos. El Soberano mantenía la distancia, pero si llegaban a arriar un solo foque o hacer cualquier maniobra, quedarían a tiro de las piezas de proa españolas en menos de dos horas.
Pronto los preparativos para la inminente batalla finalizaron y una calma tensa se impuso a bordo. Marina ocultó su ansiedad. A su alrededor, los piratas se mantenían listos y atentos, pero sin dar demasiadas muestras de preocupación. Confiaban en su propia fuerza y, sobre todo, en su capitán. Él sabría qué hacer para sacarlos airosos de aquella situación.
El sol se acercaba a su cenit cuando Briand envió a Marina al puente. Wan Claup le indicó que se acercara.
—Pronto partirás con Morris —dijo el corsario—. Quiero que permanezcas en tierra tan pronto los refuerzos estén en camino.
La muchacha asintió, bajando la vista con una mueca. Wan Claup le señaló el barco que los perseguía.
—¿Ves ese guerrero, perla? Se llama León. —La expresión de su sobrina le indicó que conocía los relatos que corrían sobre el barco español—. Sólo este año ha hundido una docena de naves de la Hermandad. Es un enemigo astuto y peligroso, y preciso saberte a salvo para concentrarme en salir de ésta con vida.
Marina asintió otra vez. —Lo sé, tío. No temas, te aguardaré en el puerto.
Wan Claup se desprendió el cuello de la camisa, revelando una delgada cadena de oro. Se la quitó y tomó una mano de Marina para depositarla en su palma. Ella vio el discreto pendiente que colgaba de la cadenilla: una perla engarzada en un dije en forma de nido, hecho de hilos de oro trenzados.
—Tu padre me la regaló cuando te bautizamos —explicó Wan Claup sonriendo—. Siempre decía que si no se hubiera hecho a la mar, jamás habría tenido la fortuna de conocer a tu madre y ser tu padre. Por eso te llamó Marina y te apodó su pequeña perla: eras el tesoro que el mar le había regalado.
Ella lo escuchaba conmovida, sus ojos prendados de la perla que parecía haber anidado en su mano.
—Cuando acepté ser tu padrino, Manuel me regaló este dije y me hizo prometer que jamás me lo quitaría. Quería que tuviera siempre presente que había jurado ante Dios proteger con mi vida a su perla, su tesoro.
Una lágrima rodó por la mejilla tersa y bronceada de la muchacha al encontrar los ojos claros de su tío.
—¿Por qué me la das, entonces? —susurró, sobrecogida.
—Para que me la devuelvas cuando me recibas en el puerto —respondió Wan Claup. La observó un momento más y volvió a sonreír—. Estoy orgulloso de ti, mi perla.
Marina se olvidó de la tripulación a pocos pasos y del León que les daba caza. Abrazó con fuerza a Wan Claup, apretando la cara contra su pecho. Él la estrechó en silencio.
—Ten cuidado, tío, te lo suplico. Ten cuidado y regresa. ¿Lo prometes?
Él besó su frente. —Tienes mi palabra. Volveremos a vernos antes del anochecer.
La chalupa del Soberano fue botada a pocos kilómetros del extremo oriental de Tortuga y puso proa al oeste. Entonces Wan Claup ordenó torcer a estribor, para sobrepasar la isla hacia el norte. El León había acortado la distancia más de lo esperado, y si el Soberano ponía proa a Cayona, la batalla pondría en peligro a los pobladores que vivían a lo largo de la costa meridional de la isla. De modo que Wan Claup había decidido evitar ese riesgo y alejarse de las escolleras, para poder maniobrar con libertad cuando llegara el momento de enfrentar al León.