Leones del Mar - La Herencia I

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El amanecer descubrió al Soberano flotando en la soledad del mar, aún fondeado donde librara su última batalla. Antes de ir al abordaje del León, Wan Claup había ordenado arriar todo el velamen y soltar dos anclas pequeñas, para que su barco impidiera al guerrero, ligado al Soberano por cables y garfios, maniobrar para poner proa a Cayona. Ahora se mecía suavemente en las aguas calmas, su silueta recortándose negra contra el brillo rutilante del sol que asomaba.

Así lo halló la flotilla filibustera, una docena de barcos de diverso porte que dejó Cayona con la primera luz. Las naves maniobraron para ubicarse alrededor del Soberano, apuntándolo con el bauprés.

Entonces la chalupa del Soberano se separó del Águila Real y se adelantó hacia el barco abandonado. A su bordo transportaban el cuerpo de Wan Claup. La propia Cecilia lo había preparado para su última travesía, lavándolo y vistiéndolo con sus mejores galas. Ahora ella permanecía junto a la amura del Águila Real, viendo a su hija y a sus amigos llevarse a su hermano para siempre. Junto a ella, el gobernador de Tortuga guardaba respetuoso silencio.

Cuando alcanzaron el Soberano, izaron el cuerpo a bordo y lo llevaron a lo que fuera su cabina. La cubierta aún se veía regada de escombros y cadáveres.

Tendieron a Wan Claup en la mesa, sobre un paño negro que Cecilia les diera, y Marina acomodó sus armas a su lado. Laventry tomó la espada en su funda y se la devolvió.

—Consérvala, perla —dijo—. La hoja de Wan Claup jamás hirió sin motivo. Y tú tampoco lo harás.

La muchacha la aceptó y agachó la cabeza, apretando la espada contra su pecho. Los demás le dieron un momento para controlar sus emociones. Una brisa fresca entró por las ventanas abiertas tras ella, envolviéndolos. Los cinco hombres se estremecieron e intercambiaron miradas aprensivas. Sus ojos no regresaron al rostro de Wan Claup, pálido y sereno en la muerte, sino que se fijaron en Marina.

Estaba completamente inmóvil, la cabeza gacha, las manos juntas contra el pecho sosteniendo la espada por la empuñadura, la hoja apuntando hacia abajo, como la estatua a un guerrero caído. Esa mañana vestía enteramente de negro en señal de luto. Como su padre hiciera.

Cuando alzó la vista para enfrentarlos, ellos vieron los ojos negros y brillantes de su padre en el hermoso rostro moreno. Y la expresión que endurecía sus facciones, arrebatándoles el último vestigio de niñez, también era idéntica a la que caracterizara a su padre.

Marina no dijo nada. Besó por última vez la frente de Wan Claup y dejó la cabina a paso firme.

Antes de abandonar el Soberano, Morris izó la bandera negra de la Hermandad de la Costa en el palo mayor, y De Neill desplegó a popa la gran bandera del Rey Sol, de un azul brillante con tres flores de lis doradas. Luego bajaron todos a la chalupa, donde Marina aguardaba, y regresaron al Águila Real.

La muchacha fue la primera en pisar cubierta. Había ceñido la espada de Wan Claup a su cintura y sus ojos estaban secos. Los piratas le abrieron paso, un respeto supersticioso pintado en sus duros rostros ante la figura de ropajes negros que se adelantó hacia proa, hasta el cañón que había sido inclinado para que apuntara hacia abajo.

Cecilia observaba a su hija con expresión inescrutable mientras Morris y Laventry llegaban a flanquearla.

Marina desenvainó la espada de Wan Claup. La alzó por encima de su cabeza para que la vieran desde las otras embarcaciones y allí la sostuvo, aguardando que Morris encendiera la mecha del cañón. Entonces respiró hondo para gritar a todo pulmón:

—¡Larga vida a Wan Claup! ¡Larga vida a la Hermandad de la Costa!

Laventry soltó el percutor. El disparo del cañón impactó en la línea de flotación del Soberano. El estampido se mezcló con las voces estentóreas que repetían su grito a bordo del Águila Real primero, para extenderse a los demás barcos piratas, que también dispararon contra el casco del Soberano.

Cuando comenzó a hundirse, la flotilla maniobró para poner rumbo de regreso a Cayona. Sólo el Águila Real permaneció allí, los ojos de todos fijos en aquel soberbio barco, que sólo se rendía al Mar Caribe para llevar a su capitán a su reposo eterno.

Marina bajó la espada pero no se movió de su lugar. Ajena a cuanto la rodeaba, incapaz de apartar la vista del Soberano, sentía que una desesperación oscura, rabiosa, roía su alma tal como el agua irrumpía ávida en la cubierta del barco de su tío para reclamar su presa. Se prohibió derramar una sola lágrima. No pronunció una sola palabra.

Pronto las bordas del Soberano desaparecieron bajo el mar, y los palos las siguieron sin remedio, al tiempo que un sonido profundo, como el regurgitar de una gran bestia, brotaba del agua. La bandera del Rey Sol fue arrastrada hacia las profundidades. La bandera negra flotó un instante más, hasta que el tope del palo mayor quedó también bajo el agua.

Un momento después no quedaban rastros del Soberano. El primer barco que Marina pisara en su vida. Donde aprendiera a navegar. Donde despertara su amor por aquel mar hermoso y violento. Donde el hombre que fuera como un padre para ella la abrazara por última vez.




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