Leones del Mar - La Herencia I

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Remolcado por una de las fragatas de la Armada, el León dejaba el Paso del Viento rumbo al oeste. No había recibido daños irreparables en el casco, y los carpinteros habían aprovechado el día para reparar el único rumbo abierto en la línea de flotación. En medio de la noche, sólo los vigías permanecían sobre cubierta. Abajo, los cirujanos de las cuatro fragatas asistían sin descanso al del León para atender a los numerosos heridos del combate con los perros del mar.

El resto de la tripulación intentaba descansar. El día siguiente traería más trabajo arduo, para continuar reparando los estragos que causaran esos demonios. Los tripulantes del León estaban tan orgullosos de su barco como su capitán, y no estaban dispuestos a regresar a puerto remolcados y humillados. Se proponían hacerlo navegando por sus propios medios, y eso demandaría trabajo incansable de parte de todos.

Un bote dejó la fragata almiranta y bogó entre los navíos de combate hacia la retaguardia de la formación. Alcanzó pronto al León y dos hombres jóvenes amarraron el esquife antes de trepar con agilidad por la escala. Un oficial de abordo los recibió sobre cubierta, tocándose el sombrero para saludarlos.

—Todo en calma, León —reportó.

—Gracias, Tomasillo —respondió Hernán Castillano con una breve sonrisa—. ¿Crees que será posible que nos preparen café a esta hora?

—Por supuesto, señor. Os lo traeré en un momento.

—El capitán Alonso y yo estaremos en el puente.

—Sí, León.

El oficial se alejó apresurado y los dos jóvenes capitanes se encaminaron juntos hacia popa, asintiendo a su paso a los saludos de los hombres de servicio.

—Gracias por alojarme, Hernán —dijo Luis Alberto Alonso cuando alcanzaron el puente. Era un joven alto y espigado de veintitrés años, la misma edad que Hernán Castillano—. No estaba de ánimos para soportar las humoradas de Lope.

Castillano meneó la cabeza, sus ojos azules recorriendo el mar en sombras. —Lope ha perdido ya dos buques, Luis. No comprende lo que sientes al verte forzado a hundir tu Coronado.

Alonso se encogió de hombros con una mueca y miró el mar con su amigo.

Se habían conocido de niños en la Academia de Cádiz, y luego de graduarse, habían movido cielo y tierra para ser enviados juntos a las Américas.

Y lo habían logrado. Todavía maravillándose de su fortuna, habían zarpado desde Cádiz tres años atrás al mando del León y el Coronado, dos guerreros recién botados que combinaban la ligereza del bergantín con la solidez y velocidad de la fragata. Dos joyas de la ingeniería naval, destinadas a brillar en los anales de la Armada Española en el Nuevo Mundo.

Sin embargo, llegados a Veracruz, el Gran Almirante no les permitió sumarse a la Armada de Barlovento como ellos deseaban. En cambio, los mantuvo un año entero patrullando el Golfo de Campeche y “haciendo de estúpidos recaderos”, como solía decir Castillano rumiando su rabia, para que se familiarizaran con el Mar Caribe.

Sólo en el verano de 1668, después de que los perros del mar atacaran Portobelo y Chagres a las órdenes del inglés Morgan, el Gran Almirante comisionó a los dos jóvenes para que se unieran a la Armada. Pero el almirante, confiado en el poderío de sus galeones, desdeñaba a los guerreros de sólo veinte cañones y solía relegarlos a patrullajes o escoltas de menor importancia.

A pesar de todo, los dos jóvenes supieron aprovechar que se hallaban en aguas menos seguras, y se las compusieron para cruzar caminos con más de cuatro piratas desprevenidos. No tardaron en labrarse una reputación entre los demás oficiales de su generación, y ganarse la aceptación de sus mayores y superiores.

Pronto todos los marinos del rey en el Caribe admiraban al joven de rebelde melena rubia y temperamento decidido, que comandaba el guerrero con un nombre a la medida del capitán: León.

En abril de 1669, la desastrosa derrota contra la flotilla de Morgan a la entrada del Lago de Maracaibo reavivó las quejas constantes de los funcionarios reales por el costo de mantener en operaciones lo que quedaba de la Armada. El nuevo almirante ni siquiera se molestó por solicitar naves a España, y completó la flotilla con embarcaciones que ya se hallaban en servicio en el Caribe. Mas sabía que la Armada sería decomisada si no mostraba resultados pronto.

En un intento desesperado por hallar nuevas ideas que le permitieran levantar la espada de Damocles que pendía sobre su flota, comenzó a prestar atención a las sugerencias de sus capitanes más jóvenes, entre quienes el León descollaba sin rival.

Desde entonces, guiados por las estrategias propuestas por Castillano, los españoles se habían dedicado a enloquecer a los perros del mar, haciéndolos temer y respetar a la Armada de Barlovento como nunca antes.

Las hazañas de los dos jóvenes habían mantenido a la flota en funciones. A fines de ese mismo año, cuando la Armada se viera obligada a cruzar el océano para escoltar a la Flota de Nueva España, Castillano y Alonso habían permanecido con sus guerreros en el Caribe. Y durante los meses siguientes tuvieron tanto éxito en sus acciones contra los perros del mar, que los de la bandera negra jamás supieron que el grueso de la flota se hallaba demorado al otro lado del Atlántico. Entonces los funcionarios de la Corona se habían visto obligados a reconocer que la Armada de Barlovento no era un lastre oneroso, y bien valía el costo de enviarla de regreso a las Américas.




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