Leones del Mar - La Herencia I

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A Marina le costó dominar su curiosidad cuando Claude guió el coche más allá del puerto y las principales tiendas de Cayona. Detrás del promontorio sólo estaban los diques secos del astillero y el barrio más pobre de la colonia. Imaginó que seguramente su madre iba allí como parte de sus actividades de caridad con Fray Bernard, pero que la colgaran si no se escabullía a ver al viejo Lombard mientras su madre visitaba a sus protegidos.

Sin embargo, Claude se dirigió directamente al astillero. Los trabajadores se reunían, disponiéndose a comenzar sus tareas del día, cuando ellas se apearon del coche, y Marina notó de inmediato la forma en que los hombres saludaban a Cecilia. Toda la isla conocía a su madre. Ir con ella a Cayona era siempre como una procesión, pues Cecilia respondía a todos los saludos y se detenía a cruzar una palabra con uno u otro. Pero los trabajadores del astillero le sonreían con familiaridad, como si verla allí fuera algo normal.

El propio Lombard salió a recibirlas un momento después, todo reverencias y amabilidad con su peluca blanca y su traje de cortesano, para invitarlas a su oficina en la casita vecina a los talleres. Cecilia le agradeció pero declinó la invitación. Lombard pareció desconcertado. Sus ojos se movieron de madre a hija por un momento, aunque se rehízo de inmediato.

—Aguardad un momento, por favor —dijo, y se alejó hacia los talleres con un revuelo de encajes.

Un caballo entró al astillero al galope antes que Lombard regresara. Marina miró por sobre su hombro y se sorprendió al reconocer a Morris, que saltó a tierra y se les acercó agitado y presuroso.

—¡Buen día! ¡Creí que no llegaría a tiempo! —resolló al reunirse con ellas.

Cecilia le sonrió como si fuera lo más natural del mundo encontrarse con el joven allí a esa hora.

—Lo siento, Morris, es mi culpa. Debo estar en la capilla a las diez.

Morris se volvió hacia Marina con un guiño, sin darle oportunidad de hacer ninguna pregunta. —¿Me ayudarás a elegir un barco, perla? Doña Cecilia aquí ha aceptado hacerme un préstamo y no es cuestión de desaprovecharlo, ¿verdad?

La muchacha atinó a ocultar su decepción. De modo que de eso se trataba. Por un momento había concebido la idea descabellada de que estaban allí para que ella se procurara una embarcación. Logró devolverle la sonrisa a su amigo diciéndose que aún era una niña ilusa. ¡Ni siquiera había tenido oportunidad de decirles nada al respecto! A pesar de todo, por primera vez en su vida tuvo la certeza incomprensible de que Morris no estaba siendo honesto con ella. Era absurdo, pero estaba segura de que allí había algo más.

Lombard volvió al fin y los precedió hacia uno de los talleres.

—¿Desde cuándo amaneces tan temprano estando en tierra? —le preguntó Marina a Morris en un susurro.

El joven le guiñó un ojo. —Es que aún no me acuesto, perla.

—Vaya vida que llevas. ¿Así que has decidido ponerte al mando de un barco?

—Sabes que no me interesa la responsabilidad, pero no sé de ningún capitán al que me apetezca obedecer.

Cruzaron el vasto recinto de techo altísimo, el suelo cubierto de aserrín. Marina vio a su alrededor los trabajos inconclusos en los que los carpinteros ya ponían manos a la obra: mástiles y vergas, tablones rectos y largos, mascarones de proa, hasta un espejo de popa, que ocupaba casi un tercio del taller. Lombard abrió una puerta en el extremo opuesto y los invitó a salir.

El sol matinal doraba las aguas de la pequeña rada donde ensamblaban cuanto salía de los talleres y cuidaban de los barcos que les traían para mantenimiento y reparaciones.

Marina se separó de Morris y Cecilia, perdiéndose en aquel laberinto de cuadernas montadas sobre troncos, cascos a medio construir y otros listos para ser calafateados y pintados. Al llegar a la orilla reconoció al Águila Real, anclado en la rada para que lo repararan luego del encuentro con el León.

Pero sus ojos quedaron prendados de un barco en especial. Estaba amarrado entre dos muelles paralelos, y parecía casi listo para zarpar. Su proa apuntaba a tierra, de modo que no pudo ver su nombre, si tenía uno. A simple vista sólo faltaba terminar de montar la arboladura.

De lado era similar al León: un bergantín grande, con tres palos y dos cubiertas, más pequeño que una fragata liviana. Sin embargo, sus líneas eran mucho más esbeltas, como lo fueran las del Soberano, prometiendo una velocidad que ningún otro guerrero o fragata podría superar.

Alzó la vista hacia los mástiles a medio montar. Podía imaginarse cómo silbaría el viento allá arriba. Su mirada volvió a recorrer las líneas fuertes y elegantes del casco pintado de negro, embelesada. El barco parecía llamarla y su corazón latía con fuerza, embargado por una emoción que no comprendía.

Se acercó a paso rápido al muelle que corría junto a la borda de babor. De pronto la llenaba una urgencia absurda por abordar ese barco. No, no tanto abordarlo: necesitaba tocarlo. No tenía pies ni cabeza, pero no le importaba. Tampoco había tenido pies ni cabeza que soñara con navegar siendo una niña.




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