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El despacho aguardaba en el puerto de Veracruz. El almirante de la Armada de Barlovento lo leyó apenas pisaron tierra, mandó llamar a Castillano y Alonso y les mostró el mensaje con el sello del mismísimo virrey. Los dos jóvenes lo leyeron juntos y Castillano lo devolvió apretando los dientes para contener su lengua.
—Lo siento, Hernán —dijo el almirante—. El León no volverá a navegar por varios meses. Lo mejor que puedes hacer es regresar a Campeche hasta que mande por ti. Te mereces un descanso.
Castillano respiró hondo y asintió en silencio. Dejó el puerto rumbo a su alojamiento solo, rumiando su disgusto. ¡Regresar al patrullaje defensivo de las poblaciones costeras! ¡Por todos los santos! A mitad de camino le indicó al cochero que cambiara de destino. Estaba dispuesto a arder en el infierno antes de acatar esas órdenes como un cordero.
Los funcionarios del Almirantazgo recibieron con disgusto mal disimulado al oficial que se presentaba con sus ropas de abordo y aún oliendo a brea. No tuvieron más remedio que invitarlo a tomar asiento, y lo dejaron allí esperando cuanto pudieron antes de pasarle su recado al Gran Almirante. Para desmayo de todos, el Gran Almirante salió a recibirlo en persona, estrechó su mano efusivamente y lo invitó a pasar a su despacho.
Castillano llegó al alojamiento de oficiales cuando la tarde tocaba a su fin. Antes de dirigirse a sus habitaciones se detuvo en las de su amigo, que lo recibió terminando de vestirse para la cena. Al ver la expresión de Castillano, Alonso despidió a su asistente y sirvió vino para los dos.
—¿Qué has hecho ahora, Hernán? —le preguntó, tendiéndole una copa.
Castillano sonrió de oreja a oreja y Alonso suspiró.
—El Gran Almirante me garantizó…
—¿Fuiste a ver al Gran Almirante?
—Pues sí, ¿qué más podía hacer? Te decía, me garantizó que el León tendrá prioridad para sus reparaciones. Y logré que nos asignen una misión especial de avanzadilla.
—¿Nos? —repitió Alonso frunciendo el ceño.
—Bien, no nos. Me. Pero se me ocurrió que tal vez querrías ser de la partida.
—Explícate. Dijiste avanzadilla.
—Ya viste que la Armada volverá a su antiguo derrotero, patrullando las costas de aquí a Tierra Firme. Conseguí una derrota mejor para el León: seguiremos el mismo curso pero desde mar abierto, como avanzadilla para detectar cualquier embarcación que intente eludir al resto de la Armada. Considerando nuestra fama, el Gran Almirante coincidió en que serviremos como “fuerza disuasiva”.
—¡Excelente! ¡Podrás encontrar y enfrentar a los perros en alta mar! ¿Y por qué hablaste en plural?
Castillano alzó las cejas, esperando que su propuesta no ofendiera a su amigo. —Tú sabes que debo completar la dotación del León. Herrera murió en la batalla, de modo que necesitaré un nuevo teniente.
Para su alivio, la expresión de Alonso se iluminó con una amplia sonrisa.
—¡Pues aquí lo tienes, Hernán! ¡Me lleve el diablo si me importa descender en el escalafón con tal de seguir persiguiendo a esos malnacidos!
Castillano volvió a sonreír y alzó su copa.
—¡Por el León! —brindó.
—¡Por el León! —repitió Alonso alegremente.
La partida de dados se prolongaba, y muchos hombres comenzaban a aburrirse de seguirla. Cuando la mayoría de los que rodeaban la mesa empezaron a apartarse, Maxó agitó los dados y exclamó: —¡Oé!
Sentado varias mesas más allá, Morris lo oyó y se volvió hacia Walter Smith, el segundo de Laventry.
—Continúa —dijo con un guiño—. ¿Entonces os lanzasteis al abordaje?
Walter, que aceptara formar parte de la conspiración sólo después de recibir el visto bueno de su capitán, volvió a narrar la batalla contra el León, subiendo la voz a medida que hablaba.
A su alrededor, muchos se volvieron para escucharlo. Todos habían oído ya la historia de la batalla contra los guerreros de la Armada, pero a nadie le molestaba volver a escuchar un buen relato. Y Walter era un excelente narrador. Pronto Maxó y De Neill pudieron interrumpir su partida y sumarse a la audiencia, mientras Walter alimentaba el suspenso conforme se acercaba al momento en que Wan Claup fuera herido.
Para entonces, no quedaba cliente de la taberna sentado a su mesa, y más de medio centenar de hombres formaban una apretada ronda en torno a Walter y Morris, inclinados hacia ellos para no perderse palabra. Los que habían participado en la batalla acotaban detalles, enriqueciendo la historia.
—Entonces la vimos —dijo Walter, luego de relatar cómo habían rescatado a Wan Claup herido.
Un silencio cargado de suspenso y sorpresa llenó la taberna cuando habló en femenino. Walter fingió ignorarlo.