Leones del Mar - La Herencia I

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El Mar Caribe brillaba como un manto de zafiros bajo el sol. El viento que llegaba desde el océano hacía una pausa entre Jamaica y las Caimán, para saludar al barco que navegaba solitario hacia el noroeste. Henchía las velas, silbaba en el cordamen y reanudaba su carrera  rumbo al oeste, huyendo del sol, llevándose consigo los ecos de una flauta dulce y melancólica.

Morris subió al puente y se detuvo junto a De Neill, que timoneaba tarareando la melodía, la pipa entre los dientes. Desde allí alzó la vista hacia la cofa del palo mayor. Dos pares de piernas colgaban por encima del borde.

—¿Qué le picó a Oliver? Hará que nos echemos a llorar como chiquillos.

—Tú sabes que es la perla quien elige la melodía —respondió De Neill.

Morris asintió suspirando. —Y las melodías tranquilas la ayudan a concentrarse en su lectura, sí.

Maxó se asomó por la escotilla, el ceño fruncido. —¿Falta mucho para la campana?

—¿Acaso no aprecias la buena música, viejo lobo? —se burló Morris mientras De Neill reía—. Imagino que Briand la tocará en unos minutos.

—¡Eso espero! ¡Ese muchacho nos va a hacer llorar como condenados chiquillos! —rezongó Maxó.

El Espectro venía del Canal de la Mona. A pesar de haber navegado a medio paño a todo lo largo de La Española, no habían avistado ningún barco. Y para frustración de Marina, tampoco habían hallado rastros de la Armada de Barlovento.

Corrían rumores de que tras la batalla con el Soberano primero, y luego la flotilla filibustera encabezada por Laventry y Harry, el Virrey de la Nueva España había ordenado que la Armada abandonara toda acción ofensiva y retomara su tradicional función defensiva. De modo que Marina tenía pocas esperanzas de encontrar a Castillano en mar abierto. Por eso había decidido que antes de regresar a Tortuga, cruzarían entre Cuba y el Yucatán y se adentrarían un poco en el Golfo de México.

Pronto Briand tocó la campana del mediodía y la dotación vespertina salió por las escotillas para ocupar sus puestos.

En la cofa del palo mayor, Oliver apartó la flauta de sus labios. Marina cerró su libro y le agradeció sonriendo. Miró hacia adelante, disfrutando la belleza que se abría ante sus ojos, y se incorporó suspirando. Se hubiera quedado allí hasta el anochecer. Aseguró el libro en su faja, se encasquetó el sombrero de ala ancha para que el viento no se lo arrebatara y se descolgó por las jarcias, por donde ya subía el hombre que reemplazaría a Oliver.

Marina vestía bermudas y una casaca sin mangas como cuando navegaba con su tío, y como sus cosas se habían hundido con el Soberano, el viejo Hans le había obsequiado otro sombrero viejo y deformado para que se protegiera del sol.

Morris la esperaba junto a la borda de estribor. La muchacha se demoró de pie sobre la regala y recorrió el barco con un rápido vistazo.

Los antiguos marineros de Wan Claup estaban habituados a la misma disciplina que ella aprendiera como grumete, y se habían ocupado de que “los nuevos”, más de dos tercios de la tripulación, la aprendieran también. De modo que sin que Marina precisara dar la menor indicación, el Espectro estaba siempre limpio y ordenado como una embarcación militar. Como fuera, a esa hora todos se veían demasiado tranquilos.

Morris vio su sonrisa y tendió sus manos para recibir el libro y el sombrero.

Marina se los dio volviéndose hacia el puente. —¡Al pairo, De Neill! —ordenó, y enfrentó a la tripulación—. ¡Caballeros! ¡Un doblón al que salte conmigo y primero trepe por babor!

Los piratas que acababan de terminar su turno respondieron con gritos alegres y bravatas. Mientras De Neill torcía el rumbo para detener el Espectro sin necesidad de arriar paño, todos treparon a la borda de estribor como Marina, que palmeó la cabeza de Morris.

—¡Ea! ¡Tú también, holgazán! —exclamó.

—¡A la orden, perla! —replicó el joven riendo. Se sacó las botas con dos puntapiés perentorios, se quitó la camisa y trepó a su lado.

—¡A tu señal, Briand! —dijo Marina.

Cuando el contramaestre tocó la campana, se arrojaron todos de pie al mar, Marina y Morris incluidos. Se sumergieron en el agua, nadaron bajo la quilla del Espectro y se encaramaron al casco por babor, trepando como arañas por la obra muerta. Jean fue el primero en volver a pisar cubierta, y todos lo aclamaron vencedor con gritos y aplausos. Marina, que subiera tercera, lo felicitó al entregarle el premio prometido.

—¡Dados esta noche, Jean! —gritó Gerrit, el hijo del viejo Hans.

—¡Sólo con los míos, que los tuyos están cargados! —respondió el jefe de artilleros, guardando la moneda de oro.

Marina y Morris cruzaron la cubierta para recoger sus cosas y se dirigieron hacia el puente, empapados y codeándose entre pullas.

—Ea, cambiaos esas ropas —los reprendió Maxó por encima de la barandilla.

—¿Con este sol? ¿Para qué? —replicó Marina escurriéndose el cabello.




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