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Al día siguiente, Marina decidió que regresarían a Tortuga. Y el azar o el destino hizo que se cruzaran con dos mercantes más antes de llegar a puerto. Ambos barcos se rindieron como el primero, y el Espectro fondeó en la bahía de Cayona con la bodega repleta de objetos de valor y un centenar de piratas más que satisfechos abordo.
Marina cayó en los brazos abiertos de su madre apenas puso un pie en tierra. Una vendedora ambulante le había enviado recado a Cecilia de que el Espectro estaba entrando a puerto, y ella había dejado todo para ir a recibir a su hija. Marina la abrazó estrechamente, sin preocuparse por lo que pudieran pensar los que presenciaban aquel efusivo reencuentro. Al fin y al cabo, ni ella ni su madre se habían preocupado nunca por lo que pudieran opinar los demás.
Permaneció en tierra una semana. Habría vuelto al mar al día siguiente, pero quería dar a sus hombres la oportunidad de descansar de la disciplina que les imponía, y sacar provecho de lo que habían ganado. Hasta que la impaciencia la superó, y le pidió a Morris que reuniera a la tripulación tan pronto como pudiera. Lo cual resultó ser a la mañana siguiente.
Marina llegó temprano al puerto y se sorprendió al encontrar a la tripulación esperándola en el muelle, no abordo. Maxó le explicó que nadie se atrevía a abordar el Espectro sin su consentimiento explícito, por temor a que el espíritu de su padre los arrojara al mar. Marina se obligó a tragarse la risa y asentir, tan seria como Maxó, y subió al primer bote del Espectro para acompañar a sus hombres. Cuando estuvieron todos a bordo, regresó a tierra con Morris y Pierre y pasó la mañana en las proveedurías, comprando lo necesario para aprovisionar la bodega para varias semanas.
En los meses siguientes, Marina llevó al Espectro más cerca de las colonias españolas de Levante, cruzando cuanta ruta comercial conocían. Al primer mercante siguieron muchos más, y a todos les dieron caza y los despojaron de cuanto valía la pena a su bordo. De tanto en tanto se encontraban con necios que creían que su media docena de cañones y sus foques eran suficientes para salvarse del Espectro, y presentaban batalla mientras intentaban dejarlo atrás. De ellos sólo quedaba un reguero de despojos a merced de la corriente.
Marina no permitía ningún tipo de maltrato con aquellos que se rendían pacíficamente, mas no vacilaba en atacar sin cuartel a quienes se resistían. Sabía que le iba en ello la vida. Como dijera Wan Claup, no sólo la suya, sino la de todos sus hombres, que dependían de sus decisiones para ver otro día.
Los piratas sencillamente la adoraban. En un sentido, Marina era su niña, su pequeña perla. En contra de cuanto dictaban las costumbres de mando bajo cualquier bandera, ella se conducía en muchos aspectos como si fueran filibusteros independientes, sin arrogarse el menor privilegio o distancia con ellos. Compartía sus tareas, bromeaba con ellos, los trataba de igual a igual. No se avergonzaba de su inexperiencia y los consultaba cuando tenía dudas. Los piratas la aconsejaban a consciencia, orgullosos de comprobar que aprendía de ellos, y verla reír les alegraba el día sin excepción.
Mas cuando llegaba el momento de actuar, Marina era el capitán.
Algunos lo atribuían a su sangre, otros a los espíritus de su padre y su tío, que seguramente velaban por ella y hasta susurraban en su oído. Los más cercanos a ella sabían que era una combinación de instinto, atención e inteligencia.
Marina seguía aprendiendo con la misma avidez que la primera vez que se embarcara en el Soberano, ganaba experiencia con cada día abordo, y era capaz de aplicar cuanto aprendía a distintas situaciones. Pronto podía decir qué barco se rendiría y qué barco pondría resistencia de un solo vistazo. Y no tardó en ser capaz de sacarle provecho al Espectro mejor que los que habían navegado en él con su padre, como Morris, Maxó, De Neill, Jean y varios más.
De modo que cuando daba una orden, todos la obedecían sin chistar. Aun si en el primer momento no le encontraban sentido, habían comprobado que siempre acertaba.
Mientras tanto, de regreso al mar pero atado a su derrotero como avanzadilla de la Armada, el León se mantenía oculto detrás del horizonte para el Espectro. El almirante había prohibido a Castillano perder de vista a las fragatas por más de seis horas, de modo que no podía adentrarse en el mar tanto como hubiera querido. Por suerte para él, siempre había piratas imprudentes que se cruzaban en su mira, especialmente holandeses. La ruta de la Armada terminaba en Maracaibo, al sud de Curazao, y nunca faltaba el neerlandés desprevenido que se topaba con el León sin querer.
A pesar de la distancia que se extendía entre las islas y el continente, las noticias de Barlovento hallaban su camino hacia Tierra Firme, y pronto comenzaron a llegar rumores que desconcertaron a Castillano.
Además de la consabida amenaza que representaban los filibusteros y los ingleses, que volvían a operar con libertad desde que la Armada dejara de rondar sus guaridas, a los nombres de corsarios conocidos se había sumado uno nuevo. Los mercaderes y pasajeros que llegaban de Puerto Rico y las Pequeñas Antillas temblaban como siempre de sólo escuchar los nombres de Laventry, Morgan o Miguel el Vasco, pero comenzaban a hablar de alguien más.