Leones del Mar - La Herencia I

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La cabina había perdido su pared posterior casi en su totalidad. Donde antes se alineaban las bonitas ventanas con cortinados de brocado, los cañones del Espectro habían abierto un balcón panorámico al Mar Caribe. Hasta allí guió De Neill a Marina, que encontró a Maxó y Morris custodiando a tres cautivos, un hombre y dos mujeres.

—Bienvenida, perla —dijo Morris, sentado a medias sobre la mesa, que había quedado atravesada en la cabina—. Te presento a Don Pedro de Cajal y Salavert, su esposa Dolores de las Mercedes Mondrego Pinós y Ángeles Ya-No-Recuerdo, doncella de Doña Dolores.

Los prisioneros estaban atados a sillas aún más lujosas que las del Espectro, el hombre enfrentado a las mujeres.

—¿Adónde os dirigíais? —le preguntó Marina al español, un sapo gordo embutido en un traje sobrecargado de adornos y bordados de oro, con encajes y volados colgando por todas partes y una peluca que apestaba a perfume.

Maxó se inclinó hacia él por detrás. —La perla te hizo una pregunta, zoquete —dijo en tono amenazante, y le palmeó la oreja.

—¡A Maracaibo! —graznó el español.

—¿Con qué fin?

Marina resopló cuando el español volvió a negarse a responder hasta que Maxó le dio otro palmazo.

—¡Va-vacaciones!

Marina entornó los párpados. El sapo mentía. Sin apartar los ojos de él, sacó su puñal de misericordia y apoyó la filosa punta contra la garganta de su esposa. El español bajó la vista, pero no antes de lanzarle una breve mirada furtiva a la doncella. Marina frunció la cara de asco y señaló a la muchacha.

—De Neill, me parece que la doncella precisa aire fresco.

—Nada más sencillo de solucionar —replicó el pirata con una sonrisa aviesa.

El español palideció al ver que De Neill arrastraba la silla con la muchacha hacia el enorme hueco a popa. La doncella chilló y se debatió hasta que el pirata inclinó la silla hacia atrás, dejando a la muchacha con los pies en el aire.

—¡No! —exclamó el español—. ¡No le hagáis daño! ¡Voy a Maracaibo por asuntos oficiales!

Los tres piratas comprendieron e imitaron la mueca de asco de Marina, que le indicó a De Neill que volviera a apoyar bien la silla con la doncella.

—Lleva una carta urgente del gobernador.

Todos giraron sorprendidos hacia la esposa, que hablara en un tono cargado de desdén. Su mentón señaló la repisa detrás de su esposo.

—Está en ese cofre —añadió.

Maxó giró para tomar un pequeño cofre de madera y mostró que estaba cerrado con un candado de hierro.

—Yo tengo la llave —terció la mujer, y movió las manos atadas a los brazos de la silla, arqueando las cejas.

Morris fue a inclinarse hacia ella con sonrisa irónica y la española desvió la vista. Era una belleza pálida, casi nórdica, de cabellos de oro y ojos de cielo, unos años mayor que él.

—La cadenilla que cuelga de mi cuello —murmuró.

La sonrisa de Morris se acentuó al ver la delgada cadenilla que bajaba a perderse dentro del apretado corpiño de la española. Maxó y De Neill habrían estallado en carcajadas y groserías, pero una sola mirada de Marina los contuvo. Los distrajo haciéndole preguntas al español, que ya no dijo una palabra más, a pesar de las amenazas renovadas de arrojar al mar a su amante.

De espaldas a ellos, Morris pasó la cadenilla por encima de la cabeza de la mujer. —¿Lo sabíais? —susurró—. Lo de vuestro esposo.

Ella encontró sus ojos claros, las caras de ambos a pocos centímetros, y asintió. —Cualquier cosa con tal de que no me toque —respondió en el mismo tono.

—Es comprensible.

La sonrisa de Morris vaciló cuando jaló con suavidad de la cadenilla y la sintió cortarse. Los extremos salieron vacíos del escote. Vio que la española se ruborizaba y suspiró. Le liberó una mano y permaneció inclinado hacia ella para que los demás no la vieran rebuscar dentro de su corpiño. Y apreciando la vista. Al fin la mujer retiró la mano de entre sus pechos con una pequeña llave, muerta de vergüenza.

Morris tomó su mano más que la llave y volvió a sonreírle, besando sus dedos. —Gracias, señora. —Se irguió y giró, mostrándole la llave a Marina.

—Lleva el cofre al Espectro —dijo ella—. Vosotros dos, acompañadlo. —Vio sus caras y frunció el ceño—. Os seguiré en un momento.

Esperó a que los hombres salieran y fue a acuclillarse ante la dama, que todavía no recuperaba su palidez natural. No se dio prisa para desatarle la otra mano.

—Este bastardo no os merece, Doña Dolores. ¿No habéis pensado en dejarlo? —susurró.

La española la enfrentó estupefacta.

Marina sonrió. —Si queréis libraros de él, podemos fingir que os secuestro para pedir un rescate.

Los ojos de Dolores se abrieron como platos y se echó hacia atrás en la silla, como para apartarse de semejante sugerencia.




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