Leones del Mar - La Herencia I

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Sólo seis meses atrás, Castillano había jurado que jamás volvería a servir de escolta de “pomposos funcionarios perfumados como mujeres”. Sin embargo, tras tantas semanas de patrulla de Veracruz a Maracaibo y de regreso, se habría echado a llorar de gratitud cuando comisionaron al León para llevar a Santo Domingo a un inspector de la Casa de Contratación, con su séquito de contables, escribientes y pajes. Alonso se le reía en la cara mientras alistaban el León en Veracruz, porque Castillano se veía tan entusiasmado como cuando zarparan de Cádiz cuatro años atrás.

La cantidad de pasajeros y equipaje los obligó a reducir la dotación militar del León, pero Castillano confiaba en que eso no presentaría inconvenientes. La ruta que tomarían era bastante segura. De Veracruz alrededor del Yucatán y  hacia el sud, entre Cuba y las Caimán, hasta Cabo Cruz. Cruzar el Paso del Viento sería el único tramo riesgoso, siempre infestado de naves de Tortuga y Port Royal. Pero a bordo del León, hasta el último marinero sabía empuñar un arma y defender la Cruz de Borgoña. Una vez que alcanzaran la Península Tiburón en La Española les restarían sólo dos días hasta Santo Domingo. Y ya en puerto, el comandante del Fuerte Ozama les facilitaría los hombres necesarios para completar la dotación. Una vez que se “deshicieran del peluca-perfumada y sus petates”, como lo llamaba Castillano, podrían cruzar hacia Maracaibo para reunirse con la Armada.

Sin embargo, encontraron tormenta frente a Cuba, y tuvieron borrasca y mar gruesa buena parte del viaje.

—Una travesía entretenida —la llamó Castillano, que se divertía viendo a los funcionarios doblados sobre cubetas, el estómago tan revuelto que no lograban retener siquiera un bizcocho.

Al fin el clima cambió, ya a la vista de Santo Domingo, y ayudaron a desembarcar a los pasajeros, débiles y temblones, bajo un sol radiante.

La entrevista con el comandante del Fuerte Ozama le dejó a Castillano un regusto amargo. No tanto porque no completaría la dotación del León por falta de personal, sino por la situación general de La Española. Los asentamientos franceses crecían en la parte occidental de la isla y no había forma de expulsarlos de forma definitiva. Las epidemias habían terminado de dar cuenta de los pocos nativos que aún sobrevivían, y se hacía difícil conseguir más esclavos para las plantaciones, como no fuera comprarlos a holandeses o ingleses a precio de usura. El contrabando era en realidad lo único que mantenía a flote el comercio de la isla.

—Así las cosas, capitán —suspiró el comandante, sirviendo más jerez para los dos—. Sólo queda agachar la cabeza y seguir esforzándose. El Señor aprieta pero no rompe. Sólo podemos tener fe y recordar que Él nos prueba para fortalecernos.

De regreso al puerto, vio que Alonso tenía todo encaminado para que pudieran zarpar al día siguiente.

Castillano le dio la noche libre a la tripulación. A pesar de que no le gustaba dormir abordo cuando estaban en puerto, planeaba quedarse en el León. Recuperar su cabina, después de dos semanas hacinado con sus hombres en el escaso espacio que los funcionarios no habían invadido, se le antojaba un plan inmejorable para la velada. Un plan al que Alonso se opuso de plano.

—Después de tantos días oliéndonos los pies, por una noche nos procuraremos rostros más bonitos para ver de cerca —le dijo, muy serio. Le arrojó la chaqueta a la cara y se lo llevó a tierra, a disfrutar de las bondades de Santo Domingo.

Sin embargo, Castillano regresó al León tan pronto sus oficiales estuvieron entonados y en buena compañía.

Saboreó cada paso que dio hacia su cabina.

Aunque apenas entró, la cruzó en dos zancadas para abrir de par en par todas las ventanas, bufando y rezongando, con la esperanza de que la suave brisa nocturna limpiaría la peste de perfumes y aceites. Colgó su hamaca sin prisa, estiró su manta. Luego apagó la lámpara y fue a sentarse junto a las ventanas abiertas, acodado en el marco de madera, los ojos perdidos en el mar en sombras.

Un suspiro brotó de sus labios. Aquella rutina lo estaba matando por dentro. Había llegado al Mar Caribe con ánimos y medios para limpiar ese rincón del mundo de la escoria que azotaba a tanta buena gente, temerosa de Dios. Para que ningún niño volviera a despertar en medio de la noche y viera morir a su padre a manos de un perro del mar.

Pero allí estaba. Dependiendo del humor del Virrey y de un puñado de afeminados al otro lado del mar, atado a ese patrullaje tan tedioso como inútil.

Los perros del mar ya les habían tomado el tiempo, y operaban con la misma libertad y el mismo descaro que antes de que él, Alonso y sus compañeros se sumaran a la Armada. Aguardaban tras el horizonte a verlos pasar y cruzaban a sus espaldas como si el Mar Caribe les perteneciera a ellos y no a España, tal como Su Santidad estableciera casi doscientos años atrás.

Su puño se cerró de impotencia sobre el marco de la ventana.

Ansiaba, necesitaba recuperar su libertad.




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