Leones del Mar - La Herencia I

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Cecilia se sentaba a cenar con Laventry y Harry, que se acercaran a felicitarla por su cumpleaños, cuando oyeron las voces y risas que rodeaban la casa hacia el jardín y la entrada posterior. Cuando Tomasa no respondió a su llamado, Cecilia se levantó para ir a ver ella misma qué ocurría, pero sólo alcanzó a dar un paso antes que la puerta del comedor se abriera de par en par. Un momento después caía riendo en el estrecho abrazo de su hija. Morris, Maxó y De Neill aguardaban a un paso para saludarla con más decoro.

Después de agradecer los presentes que le traían, los instó a ocupar sus lugares alrededor de la mesa. Tomasa y Colette llegaron con vajilla para ellos y otra fuente de comida, mientras Cecilia estrechaba la mano de su hija, incapaz de dejar de sonreír.

Antes de sentarse, Morris dejó frente a Laventry el cofre del bergantín español.

—¿Obsequios para mí también? —inquirió el corsario sorprendido.

—Con saludos del gobernador de Puerto Rico —sonrió Marina.

Los ojos de Laventry se abrieron como platos, pero una mirada de Cecilia lo detuvo antes de levantar la tapa del cofre. Lo hizo a un lado asintiendo y alzó su copa para brindar con los demás por la anfitriona.

Más tarde, en la sala, mientras Tomasa servía té para las mujeres y licor para los hombres, Laventry abrió el cofre. Se quedó boquiabierto al leer la misiva. Se la dio a Harry y se volvió hacia Marina.

—Tomaremos Maracaibo —dijo, categórico—. Tan pronto la Armada pase hacia el norte, cruzaremos a sus espaldas.

—Si la carta está en nuestras manos, el almirante ignora que los aguardan en Portobelo —señaló Maxó.

—El bergantín aún estaba en condiciones de navegar cuando lo dejamos —replicó Marina—. Ya debe haber llegado a Maracaibo.

—Pues no sé a quién le habrán dado el mensaje —intervino Harry—. Hinault asegura que vio al León cruzar el Paso del Viento hacia Santo Domingo en plena borrasca, de modo que la Armada no puede andar lejos.

Morris advirtió la súbita agitación que Marina intentó ocultar.

—¿Tuvieron borrasca? —preguntó para distraerlos.

Laventry sonrió con ironía. —Como siempre, las nubes huyen del Espectro y vienen a descargar aquí.

—¿Cuándo lo vio? —inquirió Maxó.

—Hace tres días —respondió Harry—. Debe haber llegado a Santo Domingo ayer por la mañana, cuando escampó.

Marina se obligó a seguir prestando atención, aunque sólo podía pensar en una cosa: ¡el León en Santo Domingo! ¡Habían cruzado caminos sin encontrarse por una cuestión de horas!

—Tal vez iba de recadero —terció De Neill—, o llevando funcionarios.

—Debemos averiguar si está solo o de avanzadilla —dijo Maxó—. No me apetece despertar con la Armada en la bahía.

—Ya iré yo a echar un vistazo —dijo Laventry—. Si en verdad está solo, significa que la Armada sigue patrullando el continente. El almirante recibirá la orden de ir a Portobelo, y nosotros tomaremos Maracaibo.

Los hombres no tardaron en despedirse, y Cecilia dejó que su hija los acompañara hasta la puerta.

—Tú espérame aquí —le dijo Laventry a Marina—. Zarparé mañana. No iré más allá de Jamaica, y cuando regrese, planearemos juntos tu primera expedición. ¿Qué dices, perla?

—Yo también zarpo mañana —respondió ella, ignorando la sorpresa de sus hombres—. Búscame al norte de la Península Tiburón de camino hacia aquí. Estaré en el Golfo aguardando tus noticias.

—¿En el Golfo de la Guanaba? ¿Qué puede haber allí? —preguntó el corsario perplejo.

—Nada. Debo completar mi tripulación y quiero unos días con los nuevos para ver de qué están hechos.

—¡Ya hablas como un capitán, perla! —rió Harry. Vio la expresión de la muchacha y se apresuró a agregar:— Porque eso es lo que eres, por supuesto.

—Vámonos, hermano. Antes que tu bocota te meta en más problemas. —Laventry se volvió hacia Marina—. En el Golfo en dos días, entonces.

—Tres.

—¿Me das una noche en Port Royal? Me gusta cómo piensas, perla.

Rieron los dos y Laventry se señaló la mejilla, que Marina besó divertida.

Los otros tres dejaron que los corsarios se adelantaran y enfrentaron a Marina interrogantes. Ella esbozó una prieta sonrisa.

—Corred la voz, caballeros. Volvemos al mar.

El codo de De Neill entre las costillas de Maxó no alcanzó para evitar que hablara.

—¿Tan pronto? —protestó.

Marina le respondió con inesperada frialdad. —Quédate en tierra si necesitas descansar, viejo lobo. Yo zarpo mañana con la marea de la tarde, y sólo con quienes estén en condiciones de acompañarme.

—Necesitaremos hombres con experiencia en el velamen, perla —intervino De Neill para disipar la tensión, aunque la expresión ultrajada de Maxó no cambió.




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