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Marina prohibió que despertaran a De Neill, en caso de que lo precisara fresco y descansado por la mañana. Ella, en tanto, pasó la noche sobre cubierta. Morris se aseguró de que los vigías nocturnos estaban bien despiertos y subió al puente. Pero Marina no estaba allí.
—Está en el carajo. Y viste de negro.
Morris giró sorprendido y descubrió a Maxó sentado contra la borda, vaso en mano.
—Procura mantenerte sobrio, viejo lobo —le dijo—. Si Belcebú mete el rabo, nos toparemos con el León en plena noche.
—Belcebú ya lo ha metido, muchacho. El día que hizo que la perla viera que Castillano mataba Wan Claup.
Morris prefirió no responder y volvió la vista al frente. Cuando Maxó se ponía lúgubre, no había quién le cambiara el talante.
Las horas parecían arrastrarse mientras el Espectro rodeaba la Península Tiburón hacia el sud. Marina sólo bajó de su atalaya para descansar en la cofa, donde el vigía la vio tan ensimismada que no se atrevió a dirigirle la palabra. Morris se sentaba de a ratos junto a Maxó, que se había quedado dormido y roncaba como para despertar a los muertos. Bien, al menos no molestaría a los que descansaban bajo cubierta.
Alcanzaron el Cabo Tiburón poco antes del alba. Sólo entonces Marina bajó del palo mayor. Ordenó que echaran un solo fondeo, proa al oeste para no perder tiempo al salir de allí, y que se relevara a los vigías. Quería ojos bien despiertos escrutando las aguas. Aceptó el té que le ofreció Pierre, mas declinó probar bocado. Tenía el estómago cerrado. Su agitación, lejos de menguar, crecía hora a hora. Se reunió con Morris en el puente, aunque no cruzaron palabra, y pronto comenzó a caminar de una borda a la otra por detrás de él, sin prisa y sin pausa.
El sol comenzaba a dorar las nubes más altas al este cuando Morris vio que Marina, junto a la borda de babor, giraba en redondo para correr hacia estribor y mirar hacia el norte. Él alzó la vista hacia las cofas, comprobando que los vigías no habían hecho ninguna seña, y la bajó para observar a la muchacha con el ceño fruncido.
Marina se dio cuenta de que le temblaban las manos al abrir el catalejo y enfocarlo en el horizonte septentrional. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no podía verlo si lo sentía con tanta intensidad? El corazón le latía como si hubiera corrido durante horas.
—¡Velas al norte! ¡Bandera española! —gritó en ese momento el vigía desde la cofa del trinquete.
Morris alzó la voz para preguntar: —¿Cuántos palos?
—¡Tres! ¡Fragata o guerrero!
Marina giró para enfrentar la mirada llena de sospechas de Morris. —Es él —dijo, sin sombra de dudas—. Toca a rebato. Todo el mundo arriba y a sus puestos de combate.
Castillano había poco menos que huido de Santiago de Cuba. El gobernador de Santo Domingo lo había enviado allí con documentos “urgentes de vital importancia”. Castillano los había entregado antes de regresar casi corriendo al León y dar orden de levar anclas en ese mismo momento. No quería estar en el Morro cuando a Alguien se le ocurriera aprovechar que estaba allí para darle una carta para Alguien en La Habana o San Juan de Puerto Rico. No quería más encargos de mensajero. Se reaprovisionarían en Santo Domingo y desde allí cruzarían directamente a Maracaibo a reunirse con la Armada. Y si Dios le sonreía, cazarían un par de barcos piratas en el trayecto, como el jamaiquino que se habían visto obligados a dejar escapar de camino a Santiago.
El León cruzó el Paso del Viento en plena noche y avistó la Península Tiburón con las primeras luces del alba. Todavía faltaba más de una hora para que la campana pusiera fin a la guardia de modorra, y llamara a la oración de las ocho, cuando Castillano despertó sobresaltado. Evitó darse la cabeza con un puntal por puro instinto y saltó de la hamaca, recogiendo su ropa apresurado. No sabía qué ocurría, pero tenía que subir al puente.
Su prisa atropellada despertó a Alonso, que alzó la cabeza de la hamaca ceñudo.
—¿Qué ocurre, Hernán? Apenas está amaneciendo.
—No lo sé, Luis. Pero tengo que subir a cubierta.
Castillano apenas había salido de la cabina cuando el grito de uno de los vigías obligó a Alonso a sentarse en su hamaca.
—¡Barco a proa! ¡Bandera francesa!
Alonso se bajó de la hamaca gruñendo mientras la campana sobre cubierta tocaba a rebato. ¿Cómo lo había sabido Hernán?
Castillano trepó al puente todavía atándose el cabello, la camisa colgando fuera de los pantalones, y tomó el catalejo que le tendía un oficial.
—Un punto a estribor, León, cruzando hacia el oeste. Es más pequeño que una fragata pero tiene tres palos.
Una sonrisa tensa curvó los labios de Castillano. En todo el Mar Caribe existía un solo barco francés de tres palos que no fuera una fragata: el Espectro.