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—¡Piloto, un punto a estribor! —ordenó Castillano con voz potente—. ¡Artilleros a la batería de babor!
Alonso dejó a otro oficial a cargo de transmitir las órdenes bajo cubierta y subió al puente a reunirse con su amigo, que no pareció advertir su presencia, pálido, los dientes apretados y los ojos fulgurantes, blancos los nudillos de su mano en la barandilla.
El León ajustó su curso, que lo ubicaría a menos de un centenar de metros del flanco del Espectro cuando lo alcanzaran. Sobre y bajo cubierta todos estaban listos para el combate.
Pasaron varios minutos eternos, mientras Castillano esperaba el momento justo para dar la orden de abrir fuego. Entonces algo ocurrió a bordo del Espectro.
—¡Se aprestan a virar! —avisó un vigía.
—¿Hacia dónde? —preguntó el primer oficial, a quien todos llamaban Tomasillo.
Castillano alzó el catalejo una vez más y vio que, en efecto, los piratas maniobraban en el velamen. Y se sorprendió de la rapidez y coordinación con que lo hicieron.
—¿Qué demonios? —gruñó Alonso a su lado.
Castillano frunció el ceño al ver que el Espectro no viraba. En cambio, mantenía su curso con el velamen paralelo al viento, perdiendo velocidad con rapidez. Le llevó un momento comprender lo que ocurría. Pero ya era demasiado tarde. El León alcanzó al Espectro mucho antes de lo previsto.
—¡Babor! ¡Fuego con toda la borda! —gritó Castillano.
Los piratas dispararon su batería de estribor desde popa hacia proa mientras el León los superaba. Al menos media docena de cañonazos alcanzaron el casco del León antes que los españoles abrieran fuego. Entonces Castillano oyó los gritos desde el Espectro. Alzó la vista y vio que reorientaban el velamen.
—¡Piloto! ¡Orza a la banda! ¡Que no se emparejen! —ordenó.
Corrió hacia la borda de babor, aún tratando de dar crédito a sus ojos, porque el Espectro dejó pasar al León y pareció saltar hacia adelante tras él. Distraído por la maniobra del barco pirata, no advirtió que el León, en vez de virar a estribor, viraba a babor.
La maniobra del piloto español dejó al Espectro directamente en la estela del León, y Castillano vio el bauprés hendir el aire a escasos cincuenta metros de su puente. Atinó a saltar sobre Alonso, tumbándolo y cubriéndolo con su propio cuerpo.
—¡Lista la batería de estribor! —gritó, al mismo tiempo que los disparos de mosquete desde la arboladura del Espectro impactaban en el puente, sin herirlo de milagro.
Pero cerca de la mitad de sus artilleros habían resultado heridos o muertos por la andanada del Espectro. Y los que permanecían en pie aún disparaban desde la batería de babor.
Castillano se apartaba de su amigo para incorporarse cuando sintió los impactos simultáneos bajo sus pies.
—¡El timón! —gritó el piloto.
Castillano y Alonso se vieron forzados a permanecer agachados para cubrirse del fuego graneado de los tiradores piratas. Tan pronto los filibusteros les dieron un momento de tregua, Alonso se atrevió a asomarse por encima del coronamiento y comprobó que no quedaban más que astillas de la pala del timón.
Tras ellos, el Espectro realizaba un escarpado viraje para salirse de la estela del León y emparejarse con el guerrero español.
Castillano se abalanzó hacia la barandilla del puente, repitiendo a voz en cuello su orden para que se alistara la batería de estribor.
Fueron los piratas quienes obedecieron su orden de abrir fuego, descargando una andanada contra el flanco de estribor del León desde pocas decenas de metros. Castillano casi podía sentir las bolas de hierro perforando el casco de su barco de lado a lado, destrozando cuanto hallaban a su paso, tabiques, puntales, cuerpos. El fuego de mosquetes de los soldados sobre cubierta no parecía causar ningún daño a la tripulación pirata, que permanecía oculta tras las bordas y entre el velamen, dejándose ver sólo para devolver disparo por disparo.
Entonces fue como si una mano invisible sujetara la cabeza de Castillano y se la girara, obligándolo a mirar hacia el puente del Espectro. Y allí estaba el muchachito de negro. Pero los barcos estaban tan cerca uno de otro que en esta ocasión tuvo que rendirse a la evidencia: no se trataba de un muchacho sino de una niña. La misma que lo enfrentara y lo desarmara en la batalla contra el Soberano.
Permanecía erguida como la viera por el catalejo, sólo que ahora de frente a la cubierta de su barco, sin inmutarse por las balas que silbaban a su alrededor, una mano descansando en la empuñadura de la espada que pendía de su cintura. El cabello tan negro como sus ropas trenzado a la espalda, el rostro moreno vuelto hacia adelante. Estaban tan cerca que la vio mover los labios. A su lado, un hombre rubio y fornido gritó una orden.
Castillano no advirtió que se exponía al fuego pirata, los ojos muy abiertos de asombro. La niña de negro volteó hacia él y encontró sus ojos a través del humo de artillería.