Leones del Mar - La Herencia I

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Marina evitó volver a mirar a Castillano agonizando a sus pies. Su naturaleza compasiva amenazaba imponerse, y le pedía que ya que había errado la estocada, al menos detuviera la hemorragia, para que el joven capitán no muriera desangrado antes que ella y los suyos dejaran el León y él pudiera recibir asistencia. De modo que mostró la bandera española que Maxó arriara para ella, dejó que los piratas la vivaran un momento y cruzó una mirada con Morris antes de saltar de regreso al Espectro.

Allí, ocupó sus impulsos humanitarios en asistir a los hombres de su propia tripulación que resultaran heridos y aún no habían sido conducidos bajo cubierta con Bones. Tras ella, los piratas abandonaban el León y cortaban los cabos que los unían al barco español. Briand y los carpinteros ya estaban sobre cubierta para evaluar los daños y ponerse a trabajar. Philippe maniobraba para tomar distancia del León.

Marina ayudó a uno de sus hombres a cargar a un herido sobre una tabla, la levantaron entre los dos y se apresuraron hacia la escotilla.

—¡A casa, Philippe! —ordenó al pasar bajo el puente.

—¡Sí, perla!

—¿Los hundimos, perla? —le preguntó Jean cuando la vio subir desde el rincón de Bones, a proa en la bodega—. Podemos acomodar los cañones para darles en la línea de flotación.

—No es necesario —respondió ella, deteniéndose un momento—. Ya están embarcando agua y les llenaste de rumbos la obra muerta. Los dejaremos a su aire.

—Sí, perla.

—¿Cómo está tu dotación?

—Media docena de heridos, ningún muerto. Salimos bien librados.

La muchacha forzó una sonrisa y le presionó un hombro. —Buen trabajo, Jean. Tú y tus muchachos se lucieron hoy.

El jefe de artilleros se llevó la mano a un sombrero imaginario. —Gracias, perla. ¿En qué podemos ayudar?

—Limpiad esta cubierta para darle algo de comodidad a los heridos.

—Sí, perla.

Sobre cubierta, Marina vio que Morris había recogido la bandera que capturaran, y que ella había dejado caer junto a la borda. La arrastraba sin cuidado, mientras organizaba un grupo de piratas para que limpiaran y lavaran el entarimado.

Se atrevió a mirar hacia el León, justo a tiempo para ver que un grupo de españoles bajaban a su capitán del puente. Un oficial los seguía, su uniforme manchado de sangre. El mismo que estaba con él allí arriba cuando ella abordara el León. Su teniente, supuso. Hizo un esfuerzo por apartar la vista y vio que un pirata se acercaba renqueando, apretándose el costado ensangrentado.

—¡Oliver! —exclamó, corriendo a su encuentro—. ¿Estás bien? ¿Qué te ocurrió?

—Un tiro de mosquete, perla —respondió el vigía, mientras ella le tomaba el brazo para que se apoyara en sus hombros—. Entró y salió, pero duele como mil demonios.

Maxó, que izaba cubos de agua desde el mar para los que lavaban la cubierta, la vio pasar hacia la escotilla con Oliver y se volvió hacia Morris, llamándolo con un gesto.

—¿Cómo está la perla?

—No tiene un rasguño.

Maxó le alcanzó un cubo lleno a otro pirata y le indicó al joven que se acercara más.

—¿Ese muchacho era el León? ¿El hijo de Castillano? —inquirió, bajando la voz.

Morris asintió, frunciendo el ceño al ver la expresión del pirata, entre confundida y contrariada.

—¿Qué ocurre, viejo lobo?

—No estoy seguro. Todo ocurrió tan rápido esa tarde, pero cuando hirieron al capitán… Me refiero a Wan Claup. Él, mi compadre De Neill y yo nos volvimos para ver quién había disparado y… —Bajó la vista, sus ojos moviéndose por sus pies mientras hacía memoria—. Había varios españoles allí, con pistolas humeantes. Uno de ellos tiene que haber sido quien hirió de muerte a Wan Claup.

—¡Diantre, viejo lobo! ¡Dilo ya!

Maxó lo enfrentó con una mueca. —Ninguno de ellos era el muchacho rubio que la perla mató hoy.

Morris se quedó de una pieza. Precisó un momento para ser capaz de articular palabra. —¿Estás seguro?

El pirata gruñó por lo bajo. —¡Por supuesto que no! ¡Era una maldita batalla y peleábamos por nuestras vidas! Miré hacia atrás menos de lo que se tarda en decirlo, porque Wan Claup se caía y tuve que sostenerlo. Pero no recuerdo que ninguno de los bastardos que nos disparaban por detrás fuera rubio como él.

El joven respiró hondo, desviando la vista hacia el León que se empequeñecía a la distancia.

—No tiene importancia, viejo lobo. El asesino de Wan Claup formaba a las órdenes de Castillano, que en los últimos años mató más Hermanos de la Costa que la peor peste. Nos hemos librado de un verdadero azote y Marina halló la venganza que buscaba. Eso le dará algo de paz.

—¡Oé! —gritó el vigía en la cofa del trinquete—. ¡Nubes en el Paso del Viento! ¡Viene tormenta!




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