Leones del Mar - La Herencia I

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Las nubes se deshacían en jirones que revelaban retazos de cielo azul, mas aún llovía sobre Tortuga cuando el Espectro entró a la bahía de Cayona. La lluvia había barrido con vendedores ambulantes, pescadores, mercaderes y el resto del gentío que solía atestar los muelles, y Marina se sintió agradecida al ver el puerto desierto. Lo que menos deseaba en ese momento era ver gente.

Mandó fondear cerca de la salida, contando con que al día siguiente llevarían al Espectro a visitar a Lombard y sus carpinteros. Quería que lo repararan de tal forma que no quedara una sola huella de la última batalla, ni por dentro ni por fuera. Le hubiera gustado saber de algún astillero para su espíritu. Sin embargo, confiaba que una o dos semanas en su hogar, con su madre, obrarían en ella un efecto parecido a los carpinteros de Lombard en el Espectro.

Morris insistió en que dejaran a Briand a cargo de las tareas pendientes y desembarcaran de inmediato. Hizo botar el esquife más pequeño y lo abordó con Marina, Maxó y De Neill. Los dos piratas habían notado el aire taciturno de la muchacha, pero Morris les había advertido que se abstuvieran de hacer preguntas indiscretas.

A pesar de todo, el deseo de soledad y calma de Marina se vio frustrado cuando, a medio camino de la costa, vieron que un jinete se adelantaba hasta los muelles en la bruma de la llovizna, llevando otro caballo de la brida.

—¿Claude? —aventuró Morris—. Tal vez el camino a tu casa está malo por la lluvia y por eso tu madre no envió el coche.

Marina meneó la cabeza ahogando un suspiro. —Ése es Laventry.

El corsario los recibió con el agua goteando de las alas de su chambergo, inusualmente serio y silencioso. Le arrojó las riendas del segundo caballo a Marina sin siquiera un asomo de sonrisa.

—Ve con tu madre, perla —dijo con acento grave—. La pobre está con el corazón en la boca, esperando saber de ti.

Marina saltó sobre la montura y taloneó el caballo, alejándose al galope.

Laventry desmontó y se acercó a los otros tres. —¿Qué demonios os demoró? ¡Llegáis con un día y medio de retraso!

—Nos entretuvimos por el camino —respondió Morris con una sonrisa rápida.

Y no alcanzó a acallar a Maxó antes que agregara ufano: —Derrotando al León.

Los ojos de Laventry se abrieron como platos. —¿¡Qué!? ¿Marina volvió a enfrentar al León? ¡Venga, hablad! ¿Dónde? ¿Cómo demonios ocurrió?

—No pretenderás que te lo contemos aquí bajo la lluvia —terció Morris.

—Y con la garganta seca —añadió De Neill.

—Si mal no recuerdo, el Oporto de Philippe es bueno para aflojar la lengua —dijo Maxó.

Laventry rió por lo bajo, meneando la cabeza, y se encaminó con ellos a la taberna al otro lado de la calle del puerto. Era la única abierta tan temprano, porque aún no cerraba desde la noche anterior.

Como toda noticia que se comentaba en lo de Philippe, se esparció como fuego en los pastizales, y al anochecer no se hablaba de otra cosa en Cayona: el Espectro se había enfrentado al León de la Armada de Barlovento, el que le quitara el sueño a todos los capitanes piratas, llenándolos de temor durante los últimos tres años, ¡y lo había derrotado!

Mientras tanto, lejos del cotilleo de las tabernas, Cecilia le dio un abrazo largo y estrecho a su hija. Notó que estaba un poco afiebrada, y la pena que opacaba sus espléndidos ojos negros. La convenció de que se recostara y la dejó descansar. Hubiera querido preguntarle qué era lo que la torturaba, pero sabía que Marina se lo diría si sentía la necesidad. Y si no lo hacía, tampoco era su lugar acosarla con preguntas. Cuanto podía hacer era estar atenta y dispuesta a escucharla.

La muchacha durmió hasta entrada la mañana siguiente, y al despertarse encontró su casa llena de actividad.

Su madre había contratado dos doncellas, mujeres que habían trabajado en los burdeles del puerto y buscaban cambiar de oficio. Cuando Marina dejó su recámara, se afanaban a las órdenes de Tomasa acondicionando el comedor principal.

Halló a su madre en la cocina, con Colette y su hija mayor, que solía unírseles para aprender el oficio de su madre. Preparaban comida como para recibir a un regimiento.

—Tú sabes que la casa de Laventry es pequeña, y no tiene más personal de servicio que el viejo Manfred —explicó Cecilia, amasando con energía—. De modo que hará aquí sus reuniones por lo de Maracaibo. —Advirtió la expresión de su hija y sonrió—. Usarán el comedor principal. Ni siquiera sabremos si están allí.

—Hasta que decidan ensayar la toma del castillo San Carlos con una expedición a nuestra bodega —replicó Marina, escéptica. Tomó una manzana de la fuente de frutas frescas y señaló hacia afuera—. Debo ir al astillero. ¿Necesitas algo de Cayona?

—No, gracias, hija. ¿Te espero para almorzar?

—Sí. De este lado, con vosotras.

Lombard la recibió con sus encajes y sus reverencias y la guió a la pequeña rada del astillero, donde Marina encontró a Morris conversando con el jefe de carpinteros. El Espectro ya estaba allí, amarrado entre los muelles paralelos.




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