Leones del Mar - La Herencia I

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De regreso en su casa, Marina halló media docena de caballos atados frente a las cuadras. Tomasa le dijo que comerían en treinta minutos, y se le ocurrió acercarse al comedor principal para saludar a Laventry y Harry. Su madre tenía razón, y lo único que delataba la presencia de los invitados eran esos caballos. El otro lado de la casa, donde se desarrollaba la vida cotidiana, quedaba completamente aislado de cualquier alboroto que los piratas pudieran hacer.

Sólo al acercarse a la puerta cerrada del comedor oyó las voces fuertes de los hombres reunidos allí. Y lo primero que escuchó fue a Charron y varios más riéndose del cuento de que ella había vencido al León, mientras Laventry y Harry repetían que era cierto.

—¡Vamos, Laventry! —exclamó Charron—. Hoy pasé por el astillero y vi el Espectro. ¡Lo peor que tiene es un par de agujeros en las troneras!

—¿Vas a decirme que esa niña venció a semejante carnicero, que comanda un centenar de soldados profesionales y un barco que vale como una fragata? —protestó otro—. ¡Ese hijo de perra arruinó el Soberano! ¡Y cuántos más! ¿Y el Espectro sólo se arañó la obra muerta?

La puerta se abrió bruscamente, interrumpiendo lo que Harry iba a decir.

Una docena de hombres de pie en torno a la mesa, cubierta de cartas náuticas, se volvieron sorprendidos y hallaron a Marina en el umbral, los ojos fulgurantes y los dientes apretados. En medio de un silencio incómodo, la muchacha avanzó hasta la cabecera opuesta a Laventry y arrojó algo sobre la mesa frente a ellos. Dio media vuelta y se marchó, cerrando la puerta con rudeza.

Los hombres tardaron un momento en volver la vista de la puerta a la mesa. Laventry esbozó una sonrisa burlona, esperando que los incrédulos lo enfrentaran. Pero los ojos de los demás seguían clavados en lo que Marina dejara sobre la mesa: una Cruz de Borgoña, doblada de tal forma que se leyera el nombre del barco en el ruedo.

Esa noche, Laventry despidió temprano a sus visitantes, instándolos a continuar sus cruciales conversaciones en alguna taberna, y recorrió el corredor principal, vacío y silencioso, hacia la otra ala de la casa. En la cocina encontró a las mujeres, platicando y riendo mientras trabajaban. Todas giraron hacia él cuando llamó a la puerta y asomó la cabeza, y lo invitaron a pasar con grandes sonrisas.

El corsario meneó la cabeza, riendo por lo bajo. Después de humillar a los capitanes filibusteros, Marina estaba sentada junto al fuego con un vestido ligero y delantal como las otras mujeres, el cabello recogido sobre la nuca, cosiendo una de sus propias camisas mientras bromeaba con la hija de Colette. Un minuto después Laventry estaba sentado a la mesa, con un plato rebosante de comida caliente y una copa de vino.

—¿Y cómo ha ido el reclutamiento? —le preguntó Cecilia con acento casual.

—No tan mal, considerando lo esquilmados que hemos quedado con los disparates del Olonés y Morgan, y la Armada de Barlovento —respondió Laventry entre bocado y bocado.

Cecilia advirtió la mirada interrogante de Marina y explicó: —El año pasado, Morgan reclutó aquí buena parte de los hombres para su ataque a Panamá de principios de este año. Y meses antes, el Olonés se llevó medio millar de hombres para tomar Nicaragua.

—¿Nicaragua? —repitió la muchacha—. ¿La provincia? ¿Pretendía tomar la provincia entera?

—Háblame de imbéciles —se encogió de hombros Laventry—. Lo último que se supo de él fue que toda la expedición naufragó y los sobrevivientes andaban perdidos en la jungla, huyendo de indios y soldados. Pero hace podo llegaron rumores de que los Caribes del Darién los atraparon y se los comieron, aunque dejaron uno vivo para que contara el cuento. El Olonés se lo tenía merecido, siempre fue un necio desenfrenado. Lástima que se llevó tantos buenos hombres al infierno con él.

—Laventry…

—Lo siento, Cecilia. Tú sabes, la costumbre. —El corsario esbozó una de sus sonrisas lobunas—. Aun así, creo que lograré reunir mi propio medio millar.

Marina advirtió su mirada y la sostuvo sin el menor rastro de una sonrisa. Laventry volvió a encogerse de hombros.

—¿Cuándo zarparán? —preguntó la muchacha, para no darle ocasión de proponerle nada.

—Pues verás, la Armada precisa autorización del Almirantazgo para cambiar su ruta, así que regresarán a Veracruz para obtenerla antes de ir a Portobelo. Eso es una semana hasta Veracruz y otra de regreso hacia el sud. A lo que sé, salen mañana de Tierra Firme.

Marina frunció el ceño en una mueca de incredulidad. —¡Vamos! ¿Cómo puedes saber eso?

Laventry le guiñó un ojo. —Secretos del oficio, perla. Te decía, al parecer no saldrán de Portobelo hasta la última semana de abril.

—Si los galeones van muy cargados, irán lento.

—Sí, imagino que les tomará al menos diez días llegar a La Habana.

—¿Y cuánto le tomará a tu flota, Almirante?

—¿Te estás burlando de mí, chiquilla impertinente?




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