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Estaba en una cama, no en su hamaca. De modo que estaba en tierra. Tal vez por eso se sentía mareado: el suelo permanecía quieto. El sol se colaba entre las hojas de los árboles que crecían al otro lado de la ventana, dibujando una trama cambiante de luces y sombras sobre las paredes encaladas del pequeño dormitorio.
Los ojos de Castillano se movieron en derredor para confirmar que no reconocía el lugar. Había otra cama modesta bajo la ventana, y una sencilla mesa de noche entre esa cama y la suya. Un crucifijo de madera en la pared opuesta era el único adorno. El escaso mobiliario incluía una pequeña mesa con dos sillas, un perchero, un arcón.
Intentó voltearse hacia la izquierda y un dolor intenso en su pecho lo detuvo. Permaneció muy quieto hasta que el dolor menguó y se palpó el lado izquierdo del pecho. Un ajustado vendaje le envolvía el torso y el hombro. Y allí estaba la herida, a un centímetro de su corazón.
Sus ojos se perdieron al otro lado de la ventana, su mano derecha todavía tocando el vendaje. Mas no veía el sol, ni las hojas que rozaban los cristales a merced de la brisa. Frente a él volvía a ver a la niña de negro. La que lo venciera por segunda vez. La que lo había malherido pero no rematado.
Le parecía volver a escuchar su voz cargada de rencor. Sus palabras en español con un levísimo acento francés. Sus ojos negros fulgurando en el sol de la mañana.
Le había dicho su nombre.
¿En verdad era Velázquez? ¿O había sido una alucinación producto de la pérdida de sangre?
Cerró los ojos, repitiendo para sus adentros esas palabras: “Soy Marina Velázquez, hija del hombre que tu padre mató por la espalda.” ¿Cómo podía ser? Su padre había matado a un solo hombre en toda su vida: el Fantasma. ¿Velázquez? ¿Era posible que el legendario corsario francés fuera en realidad español? ¿Y que hubiera dejado familia? ¿Hijos?
“Y sobrina del hombre que tú mataste por la espalda.” ¿A qué se refería? Castillano no recordaba haber matado jamás a nadie por la espalda. La niña había participado en la batalla contra el Soberano. ¿Tal vez entonces? No, ni siquiera en una situación tan comprometida. Le gustaba mirar a la cara a sus enemigos.
Su mano dejó el vendaje para apartar de su rostro el cabello suelto, que el sudor de la fiebre pegoteara a sus sienes. Tentó un suspiro, pero el dolor lo disuadió de pensárselo mejor la próxima vez.
Marina Velázquez. La Perla del Caribe. Las historias eran ciertas, por descabelladas que parecieran. Una mujer se había atrevido no sólo a navegar bajo la bandera negra, sino también a erigirse en capitán de un barco llamado como la legendaria embarcación del Fantasma, y hasta había obtenido una patente de corso francesa.
No, no una mujer: ¡una niña! Y sin embargo, comandaba su barco con audacia y pericia sin par. Y era más fría y hábil con la espada que el mejor espadachín que Castillano enfrentara en su vida. Más temeraria que los peores perros que combatiera desde su regreso al Caribe. Había convertido su barco en un arma temible. Los perros del mar le obedecían ciegamente, tal como decían. Y era tan hermosa como decían.
En las sombras tras sus párpados cerrados volvió a ver su rostro, sus ojos negros, sus labios curvados en una sonrisa desafiante. Supo que la había encontrado más de una vez en sus sueños desde que fuera herido. Y supo que la seguiría encontrando.
Abrió los ojos otra vez. ¿Por qué no lo había rematado? ¿Acaso había sido su intención que sobreviviera para recordarla? ¿Para que cada día pudiera evocar cómo lo había vencido y humillado, en el mar y con la espada? Era posible. Los hombres eran directos en la venganza, pero una mujer podía ser mucho más sutil y cruel.
Sonreír no dolía, de modo que se permitió una sonrisa burlona. Para burlarse de sí mismo. Allí estaba él, Hernán Castillano, a quien llamaban León, que supiera convertirse en el azote de los perros del mar. Herido y derrotado por la Perla del Caribe. Pero vivo para contarlo sólo gracias a su misericordia.
Decidió que ya había sentido suficiente lástima por sí mismo e intentó erguirse, lentamente y con cuidado, apoyándose en su codo derecho. ¿Cuánto tiempo había convalecido allí, dondequiera que allí fuese, para marearse tanto por el simple hecho de sentarse? Bajar las piernas de la cama fue una verdadera hazaña.
Como si un sexto sentido lo guiara, la puerta se abrió para dar paso a Alonso al mismo tiempo que Castillano se levantaba.
—¡Hernán! ¿Qué haces fuera de la cama?
—¿A ti qué te parece? —gruñó él, mirando alrededor en busca de su ropa.
Alonso suspiró, señalando el arcón contra la pared.
Castillano emprendió un peregrinaje lento y vacilante a través de la austera recámara. Se sentía más débil y mareado de lo que había esperado. Alonso contuvo su impulso de sostenerlo, aunque estaba listo para asistirlo si era necesario.
—¿Dónde estamos, Luis?
—En el fuerte Ozama.