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A los tripulantes del Espectro no les importaba perderse la expedición a Maracaibo. Todos aquellos en condiciones de navegar y combatir se presentaron al amanecer para iniciar las tareas previas a zarpar, y abordaron los botes con Marina y Briand. En el muelle quedaban Morris y Maxó, encargados de completar la tripulación entre los dos centenares de hombres que se presentaron con esperanzas de ser escogidos, y que al parecer preferían enrolarse a las órdenes de una muchacha antes que arrostrar los peligros que implicaba tomar un castillo español.
Previendo que la derrota del León traería represalias, Jean y Marina habían decidido reubicar tres cañones por banda sobre cubierta, para tener mayor rango de fuego contra barcos altos como una fragata. Hubieran querido agregar más bocas de fuego, pero el peso extra les restaría velocidad y rapidez de maniobra, y todos coincidían en que era un verdadero pecado hacerle algo así al Espectro.
De modo que los carpinteros de Lombard habían tenido que trabajar contrarreloj en las troneras, para modificar la cantidad de las que ya se abrían en la cubierta principal y abrir las nuevas en la obra muerta sobre cubierta, entre el combés y las amuras.
Esa mañana, Jean iba y venía por el Espectro con sus artilleros de más confianza, asegurándose de que todas las piezas estuvieran emplazadas y trincadas como correspondía. De lo contrario, el movimiento del barco haría que acabaran por soltarse y que rodaran imparables, como arietes de varias toneladas.
El día anterior, Briand había descubierto en la proveeduría media docena de falconetes en perfecto estado, y Marina había decidido que eran una excelente inversión para mejorar el armamento de abordo.
Para compensar a sus hombres por no sumarse a la flota de Laventry, la muchacha mandó poner proa hacia el oeste cuando salieron del Paso del Viento, y pasaron la semana siguiente navegando entre Jamaica y las Caimán, acechando la ruta de los mercantes españoles que cruzaban del continente a Santiago de Cuba.
—Dos presas en seis días. Nada mal, perla —dijo Maxó, alzando su vaso de ron hacia ella—. Tal vez pronto te ganes el derecho de izar la bandera negra.
Los demás rieron con él. Era una noche clara, calma como sólo podía ser en alta mar. Marina, Maxó, De Neill y Morris se habían reunido a proa después de la cena y disfrutaban la fresca brisa que soplaba desde el este.
—Laventry debe estar por dejar Cayona, ¿verdad? —comentó De Neill.
Morris asintió. —Mañana, a lo que sabemos.
—Que les aproveche —dijo Maxó encogiéndose de hombros—. Otro mercante como el último y habremos ganado más que si nos hubiéramos sumado a la expedición.
Marina alzó la vista al cielo, contemplando la miríada de estrellas que destellaban sobre sus cabezas. Bones tocaba una tonada tranquila en su violín y las partidas de dados iban terminando. Los piratas daban por concluido el día. Si los cálculos de Laventry eran correctos, la Armada debía estar ya por el Cabo de Gracias a Dios, quinientos kilómetros al sudoeste de donde ellos se hallaban esa noche y alejándose con rumbo sud. Aunque era lo que el Espectro podía recorrer en un día de buen viento de popa, la muchacha confiaba en que era una distancia segura.
Ellos también dieron por terminada la velada poco después. Sobre cubierta sólo quedaba la dotación nocturna. Morris iba a seguir a Maxó y De Neill bajo cubierta cuando advirtió que Marina no se dirigía hacia su cabina. Se había detenido entre el palo mayor y la escotilla de popa, el rostro vuelto hacia el sud. Se acercó a ella, intrigado. Marina escrutaba el horizonte en sombras, el ceño levemente fruncido, como si buscara algo. Morris siguió su mirada y sus ojos regresaron a ella con un escalofrío. La única vez que la viera hacer algo parecido había sido antes de la batalla contra el León, cuando había parecido adivinar dónde estaba el guerrero español antes de que los vigías lo descubrieran.
—¿Perla? —tentó en voz baja.
Marina se estremeció al escucharlo y lo enfrentó con aire ausente.
Fue el turno de Morris de fruncir el ceño, y señaló hacia el sud. —¿Qué ocurre?
Ella meneó la cabeza, volviendo a mirar en esa dirección. —Nada. Sólo admiraba la noche. —Forzó una sonrisa—. Que descanses, amigo.
Morris la observó encaminarse hacia su cabina y se acercó al encargado de la guardia.
—Mantened un ojo en el sud —le dijo.
Ya sola en su cabina, Marina abrió las ventanas de popa y se sentó mirando al sud. Ignoraba la razón, pero había sentido un eco de la inquietud que experimentara tres semanas atrás, poco antes de avistar el León. Se acodó en el respaldo del asiento, la cabeza apoyada contra el marco de la ventana. ¿Qué le ocultaba el horizonte meridional? ¿Qué había allí, que parecía llamarla?