Leones del Mar - La Herencia I

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Cuando Marina regresó sobre cubierta, todos los piratas se volvieron hacia ella expectantes.

—Una fragata, ¿verdad? —dijo ella, dirigiéndose al puente de mando.

Morris respondió desde allí. —O un guerrero que no conocíamos.

—Media vuelta y hacia el norte, De Neill.

—¡Sí, perla!

Marina resopló irritada mientras el Espectro viraba. No le gustaba salir huyendo de nada ni de nadie, pero si no daban la vuelta se encontrarían con la fragata en plena noche. No tenía idea qué hacía un barco de guerra cruzando el Caribe en solitario por esa zona, cuando se suponía que la Armada ya estaría a sólo un día de Portobelo en esas fechas. Y tampoco importaba. Ahí estaba la fragata, y debía lidiar con ella.

—¡Nos vieron! ¡Están virando! —avisó Oliver desde la cofa.

—Me lleva el demonio —gruñó Morris.

—No te preocupes, la arrastraremos en nuestra estela —dijo Marina, girando con él para observar la maniobra de la fragata—. Si no la hemos perdido de vista al amanecer, al menos tendremos luz para dar buena cuenta de ella.

—Es una condenada fragata —terció Morris ceñudo.

—Y esto es el condenado Espectro. Tal vez nos cueste un poco más que el León, pero podemos hacerle frente. Y le despejaremos el paso a Laventry.

La noche cayó sobre el Mar Caribe y la luna pintó con una luz fantasmal las velas del Espectro que corría hacia el norte. Y las de la fragata al sud. Aunque no lograba acortar la distancia, la nave española no abandonaba la persecución.

Esa noche no hubo canciones ni partidas de dados. Después de una cena rápida, Morris envió al resto de la tripulación a dormir. Marina se negó a dejar el puente. El joven pasó por la cocina y se reunió con ella llevando un poco de pan y queso para los dos. Y una manzana que logró arrancarle una sonrisa.

Poco después de medianoche, el Espectro entró en una zona con más viento y los fanales de la fragata acabaron por desaparecer en la bruma que ocultaba el horizonte.

—Sigue allí —murmuró Marina mirando hacia el sud—. Volveremos a ver sus luces cuando alcancen esta zona.

—Deberíamos virar hacia el este tan pronto sobrepasemos Jamaica —dijo Morris.

—Buena idea, pero aguardaremos al alba. No quiero realizar ninguna maniobra que nos reste velocidad en plena noche.

—Dormir no nos resta velocidad.

Marina no pudo evitar reír por lo bajo. —Ve tú a dormir unas horas. Yo sería incapaz de pegar un ojo, y necesitamos que uno de los dos esté fresco en la mañana.

Morris se sentó en el suelo, se cruzó de brazos y apoyó la espalda contra el coronamiento.

—Despiértame con el desayuno, querida —dijo, guiñándole un ojo.

Esta vez la muchacha rió alegremente y le revolvió el cabello. A veces se preguntaba qué haría si un día Morris ya no navegara con ella. El mar no sería lo mismo sin él a su lado, sin su experiencia y su comprensión, sin su afecto a toda prueba, sin su buen humor.

Mientras su amigo dormitaba a pocos pasos, ella apoyó ambos brazos en la borda, los ojos cautivos del horizonte meridional y aquella insistente inquietud impidiéndole recuperar la calma por completo.

La primera línea de claridad se insinuaba al este cuando el vigía del trinquete dio la voz de alarma:

—¡Velas a proa!

Morris despertó sobresaltado, a tiempo para ver que Marina corría hacia la escalera del puente. Un momento después la veía trepar por las jarcias hacia la cofa. Su voz cuando se asomó desde allí arriba puso a todos en movimiento.

—¡A rebato! ¡Son dos fragatas españolas! ¡Philippe, un punto a babor! ¡Arriad paño! ¡Debemos reducir nuestra velocidad a la mitad!

Morris hizo repicar la campana como para despertar a las Islas de Barlovento al otro lado del Mar Caribe y aguardó a Marina, que descendía tan rápido como podía.

—¿Sólo un punto a babor? —preguntó—. ¿Te reservas la virada?

—Sí. Igualmente estaremos a tiro en treinta minutos —replicó Marina, regresando con él hacia popa—. Tráeme a Jean y De Neill.

Un momento después se reunían los cuatro en el puente de mando, mientras Briand dirigía las maniobras del velamen.

—Jean, necesito bombas incendiarias para los falconetes, y mover los seis a estribor —dijo Marina—. Alista las baterías de ese flanco. El barlovento nos permitirá dispararles a la línea de flotación.

—¡Sí, perla!

El jefe de artilleros corrió hacia la escotilla y la muchacha se volvió hacia De Neill, que alzó una mano sonriendo de costado.




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