Leones del Mar - La Herencia I

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La Santísima Trinidad alcanzó el lugar de la batalla al mismo tiempo que el Espectro se alejaba hacia el oeste con la segunda fragata en su estela. Lorenzo ordenó arriar paño y auxiliar a la tripulación de la primera fragata, que ya saltaba a los botes para no hundirse con su barco. Los tres capitanes vieron al Espectro adentrarse en el Golfo de Honduras. La segunda fragata se abrió medio punto a babor para emparejarse por ese lado cuando lo alcanzara.

—Nosotros lo intentamos por estribor —comentó Alonso.

—Presta atención, Lorenzo —terció Castillano—. Ahora verás la maniobra que no creíste posible cuando te la relatamos.

Lorenzo frunció el ceño al ver la sonrisita de su amigo, pero hizo lo que le decía y volvió a mirar por su anteojo.

—Ahí va la primera andanada —explicó Castillano.

Las velas del Espectro volvieron a acomodarse y el barco pirata retomó su carrera, pasando por detrás de la fragata hacia babor.

—Y ahí va el timón —dijo Alonso.

—Y la última andanada —agregó Castillano—. A la línea de flotación también. Nosotros fuimos más afortunados.

—¡Y más proyectiles incendiarios! —exclamó Lorenzo, viendo el humo que comenzaba a alzarse de la arboladura de la segunda fragata.

—Definitivamente más afortunados —asintió Alonso—. A nosotros nos abordaron.

Castillano bajó su anteojo y enfrentó al capitán de la Santísima Trinidad con una sonrisa irónica.

—Y así, querido Lorenzo, es como una niña de… ¿Cuántos años puede tener, Luis? ¿Quince, dieciséis?

—Sí, no parecía más.

—Así es como una niña de quince años ha dado cuenta de media Armada de Barlovento en dos batallas.

Lorenzo lo enfrentó estupefacto, sus labios moviéndose sin sonido, incapaz de articular palabra. Castillano le palmeó un hombro, sabiendo por experiencia propia lo que sentía.

—Ayudemos a nuestros camaradas, Lorenzo. Los piratas buscarán refugio en los cayos para reparar su barco y seguramente intentarán darnos el esquinazo por la noche. ¿Estás seguro que la almiranta y la capitana no están lejos?

—Deberían haber llegado con Lope y Justo. No pueden tardar mucho más.

—Bien, con ellas podremos asegurarnos de que los perros sólo dejen el Golfo en la bodega de una de nuestras naves.

El capitán de la Santísima Trinidad se limitó a asentir y se apartó de él para dar órdenes a su tripulación. Alonso observó un momento a su amigo y volvió a levantar su catalejo en silencio.

Castillano había cerrado el suyo, los ojos azules fijos en las aguas al oeste de la Santísima Trinidad, donde el Espectro ya se había perdido de vista.

—¿Te diste cuenta que los disparos de las baterías sobre cubierta les pasan de largo justo por encima de la regala? —preguntó de pronto.

Alonso volvió a enfrentarlo. —No. ¿A qué te refieres?

—El que construyó ese barco es un maldito genio. —Vio la expresión interrogante de su amigo y meneó la cabeza. Se adelantó solo hacia la borda de babor, aún escrutando el Golfo de Honduras que se abría ante ellos. Se hubiera echado a reír de buena gana. La niña de ojos negros conocía su barco y su tripulación, y se jugaba a todo o nada en cada enfrentamiento.

Ver desde una distancia segura la maniobra que el Espectro había realizado contra el León le había permitido apreciarla mucho mejor. Y aunque lo ocultara, había vuelto a quedar atónito. ¿Cómo era posible que nadie más la hubiera utilizado antes? Frunció los labios para volver a contener la risa. La clave no podía ser su juventud ni sus orígenes. El secreto tenía que ser su condición de mujer. Así como entre hombres no se pateaban la entrepierna, también aprendían a navegar de otros hombres. Pero, ¿quién se hubiera rebajado a enseñarle a una niña? De modo que ella sólo contaba con lo que hubiera podido aprender oyendo historias de su padre y su tío, y con su propia imaginación. Sin límites, sin reglas. Eso era lo que la hacía temible. Y definitivamente especial.

Advirtió que sus pensamientos estaban teñidos por una sombra de respeto que lo incomodó. No importaba si era el mejor capitán del Mar Caribe. No importaba si era una mujer, ¡una niña! Era un perro del mar más peligroso de lo que fuera su padre. Era una amenaza, y debía ser eliminada.

Tal como la dama de Santo Domingo dijera cuando le contara sobre ella: sería una pena cuando la atraparan y la colgaran. Pero su suerte estaba echada. Y él se encargaría de que su destino se cumpliera.

A bordo del Espectro, Marina concedió a todos un momento para celebrar y distenderse, mientras ella se acercaba a felicitar a Philippe y abrazar a De Neill.

—Ocultémonos tras los cayos de Bonaca, De Neill —dijo Morris luego de congratular a ambos pilotos.




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