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El sol se ocultaba tras Roatán, la mayor de las Islas de la Bahía, a sólo sesenta kilómetros al norte de Trujillo y el Cabo Honduras. El viento rotaba sin prisa a medida que disminuía la luz. Poco a poco cambió de dirección y sopló hacia el este en el ancho canal entre las Islas y la costa. Desde tierra avanzaban unas nubes altas y perezosas que prometían opacar la luna, impidiéndole tejer su estela delatora sobre las aguas.
El Espectro rodeó el extremo meridional de la isla de Bocana, al este de Roatán, y cruzó los diez kilómetros hacia el Cayo Sudoeste para asomarse al canal. En la cofa con Oliver, Marina bajó el catalejo gruñendo por lo bajo.
—¿Y esas dos de dónde salieron? —inquirió el pirata sorprendido.
—Me temo que son las fragatas restantes de la Armada —replicó ella.
Podían ver tres navíos de guerra reunidos donde el Espectro hundiera la primera fragata esa mañana, al este de su posición actual.
—No les quites el ojo de encima —dijo la muchacha, sujetándose a las jarcias para descender. Un momento después se reunía a proa con Morris.
—Tres, ¿verdad? —dijo él—. Somos afortunados que la segunda que averiamos esta mañana acabó hundiéndose también.
—Sí. Mataré a Laventry y sus condenados espías.
Morris sonrió al oír sus gruñidos malhumorados. —Aguardemos a ver dónde fondean para pasar la noche y entonces decidiremos qué hacer.
—Maldita la gracia que me hace. ¡Se suponía que en estas fechas estarían a cientos de kilómetros al sud de aquí!
—Si tu madre te oyera jurar tanto, perla.
—Procuremos salir de aquí, pues. Así tú podrás acusarme con ella, y yo podré acogotar a Laventry.
Las horas se eternizaron para la muchacha y los piratas, que no se atrevían a bajar la guardia a pesar de hallarse a distancia segura de la flotilla española. La noche terminó de cerrarse y la luna se alzó en el este, una moneda pálida tras las nubes. Desde el Espectro veían los fanales de la flota, pero la oscuridad era tanta que les resultaba imposible distinguir las siluetas de las fragatas.
—Si siguen allí a medianoche, cruzaremos hacia el noreste para esquivarlos —decidió Marina.
Pero no tuvieron que aguardar tanto. Pasadas las diez, una de las fragatas puso proa al norte, dejando a las dos restantes al este de las Islas.
—Van a patrullar la salida al mar para que no podamos escaparnos durante la noche —dijo Morris, observándolas con el catalejo—. Y tan pronto claree, registrarán la zona hasta dar con nosotros.
—Como si fuéramos a quedarnos para verlo.
—¿Saldremos hacia el sudeste?
Marina asintió, estudiando la posición de las dos fragatas que se interponían en su camino. —Reúne a toda la tripulación bajo cubierta. La dotación nocturna también. No llevará más de diez minutos, y quiero que todos sepan qué haremos.
Treinta minutos más tarde, los piratas izaban el fondeo y el Espectro salía del reparo de los cayos al este de Bocana. Una vez orientado el velamen, toda la tripulación ocupó sus puestos de combate, manteniéndose ocultos tras las bordas. Los fanales seguían apagados, y las únicas luces abordo eran pequeños candiles velados, en caso de que los hombres en un sector del barco precisaran reclamar la atención de los demás.
Marina maldijo su ocurrencia de dejar de vestir enteramente de negro para combatir. Había decidido que ya era tiempo de hacer a un lado la sugestión que causaba al conjurar el recuerdo de su padre. Era tiempo de aprovechar el poético apodo que le dieran los españoles, seguramente inspirados en el mote cariñoso con que sus hombres se dirigían a ella. Era tiempo de dejar de actuar como la hija del Fantasma y ser la Perla del Caribe.
Por desgracia, su afán por diferenciarse de su padre había llegado en mal momento, y la había hecho dejar sus camisas negras en tierra justo cuando le hubieran resultado más útiles que nunca. De modo que no tuvo más alternativa que ponerse una chaqueta azul para cubrir su bonita camisa de lino inmaculado.
De Neill guió al Espectro fuera de aquel laberinto de islotes, bancos de arena y escolleras que mantuviera a las fragatas a distancia, y puso proa al sudeste. El viento de tierra adentro no tardó en llenar las velas y el Espectro se alejó de los fanales españoles hacia el Cabo Cameron.
Más allá el viento soplaba desde el este a toda hora, y una vez que dejaran el resguardo que les ofrecía la costa, se verían obligados a navegar de bolina para cruzar hacia Jamaica y ponerse a salvo. Eso les restaría varios nudos de velocidad, y los haría presa fácil de cualquier fragata hasta que pudieran alejarse.
El trayecto hasta el Cabo Cameron les demandó dos horas. Todos se permitieron respirar aliviados cuando los fanales de las fragatas se perdieron a popa tras el horizonte. Sin embargo, Marina no permitió que abandonaran sus puestos ni que rompieran el silencio. Ella permanecía a proa, escrutando el mar en sombras con su catalejo. Volvía a asaltarla esa vaga inquietud que no comprendía.