Leones del Mar - La Herencia I

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El almirante había tenido que intervenir para que Castillano diera su palabra de que en caso de un combate directo con los perros, él permanecería bajo cubierta, sin siquiera intentar acercarse a la lucha cuerpo a cuerpo. Alonso y Lorenzo le agradecieron que le arrancara semejante promesa a regañadientes. A pesar de todo, nadie había logrado que aceptara quedarse a salvo en la cabina principal, considerando que su herida podía volver a abrirse con cualquier esfuerzo y causarle una hemorragia que lo llevaría a la muerte, porque nadie estaría en condiciones de atenderlo en plena batalla.

Aquello era mucho más de lo que el orgullo de Castillano podía digerir, y se empecinó en apostarse con el condestable, al frente de los artilleros en la cubierta principal. Allí se ubicó apenas dejaron el señuelo de falsos fanales junto a la fragata almiranta y se dirigieron al Cabo Cameron. Y desde allí ordenó abrir fuego contra el Espectro cuando la Santísima Trinidad le salió al cruce.

La primera andanada hizo más daño al barco pirata que el que recibiera por la mañana en los dos enfrentamientos. Sus cálculos habían sido correctos. Pero no lograron desarbolarlo como él pretendía. Al menos inutilizaron la mitad de los cañones bajo cubierta en la banda de estribor del Espectro.

Castillano esperaba la respuesta, aunque no tan pronto. Tampoco esperaba sentir la larga virada a estribor, que los enfacharía y poco más que los detendría. Y ciertamente no esperaba la segunda andanada de los perros.

Espiando a través de los huecos abiertos en el casco, vio que el barco pirata se emparejaba con la Santísima Trinidad. Y vio a los perros aprestando sus armas para un combate cuerpo a cuerpo. Jurando y maldiciendo, deseando estar sobre cubierta para ver qué demonios ocurría, empezó a dar órdenes a diestro y siniestro para organizar a los artilleros.

En ese momento el Espectro chocó su flanco contra la Santísima Trinidad. Los gritos y ruidos que llegaban a la cubierta principal indicaban que por insensato que pareciera, los perros del mar intentaban lanzarse al abordaje. Aquello le dio mala espina. Wan Claup había hecho lo mismo, pero sólo para resistir hasta que le llegaran refuerzos. ¿Acaso la Perla del Caribe los esperaba también?

—¡Fuera cañones! ¡Tomasillo, ve a ver qué sucede arriba!

El casco de la fragata no tenía agujeros lo bastante grandes para que un hombre se colara por ellos, de modo que con empujar los cañones otra vez contra las troneras evitaron que los piratas penetraran en la cubierta principal. El oficial regresó bien pronto.

—¡Se vienen, León! —exclamó.

—¡Artilleros de popa! ¡A cubierta y por el Rey! —ordenó Castillano.

—¡Por el Rey! —gritaron los hombres, corriendo hacia la escotilla.

—¡Los demás conmigo! ¡Guardad los accesos a la santabárbara! ¡Que no se nos cuelen dentro!

Castillano se apresuró hacia las chilleras, disponiendo allí a parte de sus hombres, hasta que un grito lo hizo girar en redondo. Sus ojos azules se abrieron de asombro al ver que tres docenas de piratas chorreando agua saltaban a la cubierta principal desde la escotilla de proa.

Le hubiera gustado preguntarse cómo diablos habían entrado por allí si el combate se centraba al pie del puente de la Santísima Trinidad. Pero no tenía tiempo.

—¡Artilleros, a mí! —gritó, empuñando una pistola.

¡TORTUGA! —respondió una voz inconfundible desde proa que lo hizo bajar el arma.

Sus hombres corrieron a enfrentar a los perros del mar, que se lanzaron contra ellos con sables y hachas. Castillano arrojó la pistola y desenvainó su espada, apresurándose hacia la refriega. ¿Dónde estaba? ¡Debía hallarla antes que alguno de sus hombres la matara! ¡Nadie más que él daría cuenta de la Perla del Caribe! Un momento después la reconoció en lo más reñido de la pelea, derribando a todo el que se le ponía delante.

—¡Velázquez! —gritó, sabiendo que ella no podría ignorarlo.

La niña se volvió hacia él de inmediato, dejando que uno de sus hombres ultimara al artillero que intentaba herirla. Sus ojos negros se abrieron de asombro al verlo allí, aunque se repuso enseguida.

Los dos se abrieron paso entre los que combatían, ajenos a todo. Castillano mostró los dientes en una sonrisa feroz al alzar su espada para atacarla, con intención de abrirle el pecho al medio. Pero ella lo esquivó. Intercambiaron un par de lances y Castillano comprendió que su brazo inmovilizado era un riesgo que no había previsto al dejarse llevar por su impulso de enfrentarla. Intentó desarmarla y ella trabó su hoja, haciéndola saltar de sus dedos. Entonces salvó la distancia que los separaba, lo golpeó bajo el hombro izquierdo con la guarda de su espada y le asestó un rodillazo entre las piernas.

Castillano se dobló sobre sí mismo, aturdido por el dolor, su mano buena yendo de su ingle a su herida y de nuevo a su ingle.

Ella le aferró la pechera de la chaqueta y lo empujó hacia atrás con todas sus fuerzas, apartándolo de la lucha. Él retrocedió tambaleante hasta chocar con un puntal. Ella le permitió acuclillarse. Castillano sólo podía preocuparse por respirar y evitar que el dolor no lo derribara. La niña se agachó a su lado y le sujetó el cabello, obligándolo a alzar la cabeza. Halló su rostro más cerca de lo que esperaba y la mueca apologética de sus labios encendidos lo confundió.




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