Leones del Mar - La Herencia I

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Marina regresó a la cabina con una escudilla mediana llena de agua caliente. Castillano giró al escucharla, sobresaltado otra vez. Ella dejó la escudilla sobre un plato de madera en medio de la mesa pensando que el español más que un león parecía un gato nervioso, saltando a cada ruido que escuchaba. Ni se le pasó por la cabeza que estuviera asustado. Era evidente que no sentía ningún temor a pesar de su situación. Lo que comenzaba a irritarla era que pareciera azorado todo el tiempo. ¿Qué había esperado? ¿Qué lo cargara de cadenas y lo encerrara en la bodega? ¿Que lo golpearan y torturaran? Meneó la cabeza, agachándose para abrir el aparador junto a la biblioteca. Eso era lo que ellos hacían, los españoles. Siempre dejando un reguero de sangre dondequiera que iban.

Castillano frunció el ceño al ver que sacaba una taza y un pote con hebras de té, cuchara, azucarera, y dejaba todo junto a la escudilla, con dos paños blancos doblados.

—Tendréis que arreglaros el vendaje solo —dijo Marina—. Mi cirujano está ocupado. Tampoco tengo esclavos para preparar el té de Vuesamerced.

Se fue por donde había venido sin siquiera mirarlo. Castillano tardó un momento en darse cuenta de que se había quedado contemplando boquiabierto las cosas sobre la mesa. En verdad deseaba que todo aquello fuera un sueño, del que pronto lo despertarían los ronquidos de Alonso como tantas otras noches.

Llenó la taza de porcelana en la escudilla y echó dentro un puñado de hebras, luego mojó uno de los paños. Un suave perfume a flores brotó del tejido al sumergirlo en el agua humeante. Dejó la manta en el respaldo de una silla y comenzó a desprenderse la camisa. Sólo se había percatado de la pequeña mancha de sangre por debajo de su hombro izquierdo cuando ella mencionara su herida.

Bajo los pies del español, la cubierta principal parecía una colmena. Marina puso a los heridos leves a cuidar de los más graves, para que todos los que estaban en condiciones de trabajar ayudaran con las reparaciones y con las bombas de achique en la sentina. Debían reparar el casco del Espectro lo antes posible. Hasta que lo hicieran, incluso aquella simple tormenta primaveral podía ponerlos en dificultades.

Ella iba de aquí para allá, ayudando a Pierre con las vendas y el agua caliente, asistiendo a Bones para suturar una herida, sumándose a los que limpiaban los escombros y astillas.

Se había tomado un momento para llevarle vino caliente a Morris, que aserraba tablas a pocos pasos del boquete más notorio en el casco, cuando el aire se llenó de gruñidos amenazantes y el sonido inconfundible de acero contra tela. Ella y el joven giraron juntos para encontrar a todos los piratas vueltos hacia popa, con puñales y hasta espadas en sus manos. Marina bufó y se abrió paso entre ellos. Morris la siguió, intrigado.

Y allí estaba. Castillano había bajado por la escalerilla, deteniéndose al ver la actitud de los piratas.

—¿Qué ocurre, caballeros? —preguntó la muchacha con acento severo.

—¡El León, perla! —replicó Jean, señalándolo.

—Tengo ojos en la cara. ¿Y qué? Dejadlo que haga lo que quiera, nosotros tenemos asuntos más importantes qué atender.

Todos se volvieron hacia ella estupefactos.

—¡Pero es el León! —arguyó alguien.

Marina resopló, una mano en la cadera y la otra señalándolo.

—¡Por favor! ¡Miradlo! ¿Les parece peligroso? Es un hombre de carne y hueso, caballeros. Y con un solo brazo bueno. ¿Qué temen? ¿Qué tome el Espectro por asalto?

Morris no pudo contener la risa, que contagió a los que estaban más cerca. El español se había quedado a mitad de la escalerilla, a la defensiva. Y las palabras de Marina lo habían hecho envarar como si lo hubiera abofeteado. Especialmente cuando los piratas intercambiaron miradas escépticas y comenzaron a bajar las armas.

Marina batió las palmas. —¡Venga! ¡A trabajar! ¡Aún queda mucho por hacer!

Los piratas le dieron la espalda a Castillano y siguieron ocupándose de sus asuntos. Él intentaba decidir si sentirse aliviado o mortalmente ofendido cuando halló los ojos de Marina, que se acercaba ceñuda.

—¿Qué demonios hacéis aquí? —lo regañó, como acababa de regañar a más de medio centenar de violentos perros del mar, curtidos en mil batallas. Castillano abrió la boca para responder pero ella alzó una mano, irritada—. No importa. Manteneos fuera del camino y no busquéis problemas.

La muchacha dio media vuelta y se alejó a paso rápido. Castillano vaciló un momento, luego terminó de descender la escalerilla. Morris todavía reía por lo bajo cuando regresaron adonde él estaba trabajando. Tras ellos, el español miraba a su alrededor con curiosidad detallista, cuidando de dar paso a los piratas que cruzaba.

—Te das cuenta de que acabas de destrozar la reputación que tardó años en labrarse, ¿no? —dijo Morris divertido.

Marina se encogió de hombros, todavía irritada. —Ya podrá recuperarla.

—¿A qué bajó?




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