Leones del Mar - La Herencia I

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Castillano salió a cubierta y se acercó a la amura de babor. Había dejado de llover y el viento del este era fresco para esa época del año. Apoyó el brazo sano sobre la borda y permaneció allí largo rato, los ojos perdidos en el mar en sombras, luchando por serenarse. Por Dios y María Santísima que deseaba encontrarse muy lejos de allí. A buen resguardo de la Perla del Caribe. Pero allí estaba, su prisionero. Su vida dependiendo de ella. Se cubrió los ojos con la mano, como para ignorar el hondo suspiro que escapó entre sus labios. Tan hondo que hizo que su herida se quejara como en los primeros días.

—Tú no mataste a Wan Claup.

Apartó la mano y miró a su izquierda, hallando al gigantón rubio. Era de su misma edad, veinticinco años como máximo, aunque le sacaba una cabeza en estatura. Había notado lo cercano que era a su capitana. Probablemente fuera su amante.

Trató de fingir que no lo comprendía, pero el pirata chasqueó la lengua, impaciente.

—Sé que entiendes francés, Castillano. Te delató tu cara de ofendido cuando la perla le habló de ti a la tripulación. Así que respóndeme. Tú no mataste a Wan Claup, ¿verdad?

Castillano meneó la cabeza. —No. Fue mi teniente —respondió.

Morris frunció el ceño. —¿El que estaba contigo en el León cuando los atacamos el mes pasado?

—No, no Luis. —Castillano hizo una mueca. Entendía francés mucho mejor de lo que lo pronunciaba—. Mi teniente. —Cabeceó en dirección al timón—. Vuestro piloto lo mató un momento después.

—Deberías decírselo.

—¿Decírselo? —repitió el español sin comprender.

—¡Morris!

Se volvieron los dos a tiempo para ver que Maxó se apresuraba a tomar la rueda del timón, que De Neill soltara para sostener a Marina. La muchacha apoyaba la cabeza en el hombro de De Neill, los brazos cruzados contra su pecho. Morris se olvidó de todo para correr hacia el puente.

Desde donde estaba, Castillano lo vio abrazar a la muchacha, que se apretó contra él cubriéndose el rostro con ambas manos.

—Harvey, Morris —gimió Marina contra el pecho de su amigo—. Y el viejo Hans, y François…

Morris la estrechó junto a su pecho y enredó una mano en la negra cabellera, besando su frente.

—Y Bones dice que más morirán antes de la mañana. ¡Es mi culpa! ¡Es como si yo misma los hubiera matado!

De Neill apoyó una mano en el hombro de la muchacha, alzando la vista hacia Morris con una mueca de impotencia.

—No, perla, tú no los mataste —dijo el pirata—. Al contrario. Cuántos de nosotros estaríamos muertos de no ser por ti.

—Mi compadre dice verdad, niña —agregó Maxó, incapaz de suavizar su voz áspera—. Tú has hecho que estemos mejor preparados, y nunca arriesgas una vida que pueda ser salvada.

—Todos elegimos estar aquí contigo, Marina —le dijo Morris con acento afectuoso—. Y es un error que te sientas responsable por nosotros. Somos Hermanos de la Costa, y eso significa hombres libres, ¿comprendes?

—No nos inclinamos ante nadie y no dependemos de nadie —agregó De Neill, viendo que las palabras de Morris parecían darle algún consuelo a la muchacha.

—¡Imagínate! ¡Hace poco me pedías que te cargue en mi espalda por todo el jardín! —bromeó Maxó—. ¡Y ahora pretendes venir a decirme dónde ir a dejar mis huesos!

Morris oyó la risa breve, temblorosa, de Marina y les guiñó un ojo a los otros dos.

—¡Ea! ¡Tráele un poco de ron al tío Maxó, que este viento me cala los huesos!

Marina se apartó de Morris para secarse la cara, tratando de sonreír. —Ni lo sueñes. Si no puedo mangonearte tampoco te ayudaré a embriagarte.

—Ay, perla, perla. Así nunca conseguirás marido.

Los piratas rieron y la muchacha los imitó con voz entrecortada.

Cerca del trinquete, Castillano volteó a mirar el mar nuevamente, rezando para que Dios empujara el sol por encima del horizonte y él pudiera alejarse de allí.

De ella.

Pero aún restaban varias horas para el alba.

Castillano aguardó a que Marina y Morris regresaran bajo cubierta y se encaminó a paso lento hacia popa. Los dos piratas al timón fueron los únicos sobre cubierta que no lo ignoraron. Lo miraron con fijeza desde el puente, con más curiosidad que hostilidad. Él fingió no advertir sus miradas y siguió hacia la cabina.

Y era algo que rayaba en el absurdo, que siendo prisionero de los perros del mar, fuera a dormir en ese camarote con más lujos y comodidades que el del propio almirante de la Armada.

Ya dentro apagó las dos lámparas. En el tenue resplandor del fanal que entraba por los cristales, acomodó los cojines del largo asiento bajo las ventanas, se quitó las botas y se tendió allí con la manta que ella le diera al sacarlo de la lluvia.




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