Leones del Mar - La Herencia I

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Al parecer había vuelto a dormirse. El sol ya había salido cuando despertó. Se sentó con tanto ímpetu que por un momento se sintió mareado. La cabina estaba desierta. El tabique y el cortinado habían regresado a sus lugares invisibles y la ropa de Marina no estaba a la vista. Sobre la mesa había una bandeja con varias rodajas de pan, un trozo de queso y una taza de fina porcelana con hebras de té flotando en agua que aún humeaba.

Junto al asiento, del lado donde él había apoyado los pies, había aparecido un taburete que sostenía una bacinilla con tapa, una jofaina con su aguamanil lleno y otro paño limpio y perfumado. Se levantó maldiciendo por lo bajo. Su asistente jamás lo había atendido tan bien por las mañanas.

Una vez aliviado, aseado y desayunado como un maldito duque, entreabrió la puerta de la cabina y asomó la cabeza. Al parecer toda la tripulación había interrumpido sus trabajos para reunirse sobre cubierta. Los piratas se alineaban a lo largo de las bordas, enfrentando los mástiles, los ojos bajos en las hamacas cosidas que contenían a sus muertos. Salió sin ruido y permaneció junto a la puerta. Marina se hallaba al pie del trinquete, junto al primer saco. Vestía ropa limpia, que incluía una elegante chaqueta negra de hombre, y había vuelto a trenzarse el cabello. Ella también mantenía la vista baja, su rostro un claro reflejo de su pena. A su lado, Morris leía en voz alta un pasaje de la Biblia.

Cuando cerró el Libro Santo, Marina se adelantó un paso y comenzó a nombrar a los muertos uno a uno. Dos hombres tomaban el saco correspondiente, lo acomodaban en una plancha de madera que descansaba sobre la borda, y lo dejaban caer al agua.

Cuando el último cuerpo se hundió bajo las olas, Marina fue hasta la plancha, de cara a la borda. Todos giraron en la misma dirección. La muchacha desenvainó su espada y la alzó por encima de su cabeza. Y desde donde estaba, Castillano vio las lágrimas que rodaban por sus mejillas.

—¡Ahora son el mar! —dijo en voz alta y clara.

Y los piratas repitieron: —¡Ahora son el mar!

—¡Larga vida a la Hermandad de la Costa!

Los piratas alzaron sus puños con voces estentóreas.

Un momento después todos volvían a ponerse en movimiento. Sin que nadie precisara dar una sola orden, cada uno sabía lo que debía hacer. Ya hubiera querido él saber ese truco. Alzó la vista al cielo, solazándose en su propio mal humor. Era un día ventoso y gris, las nubes prometían más lluvias repentinas, y tal vez hasta un poco más de tormenta.

Marina fue a su encuentro, sin sorprenderse de hallarlo allí. No quedaban rastros de llanto en sus ojos, aunque su expresión era grave y ausente. Sostenía la biblia con ambas manos. Lo saludó con un cabeceo y señaló hacia atrás, donde media docena de piratas trabajaban en botar la chalupa.

—Pronto podréis iros, capitán —dijo.

Sólo al ver que ella quería entrar a la cabina cayó en la cuenta del desorden que había dejado allí dentro. Intentó detenerla con una mueca.

—Yo… Aún no limpio… —murmuró.

Ella alzó las cejas como preguntándole si bromeaba. —Convivo con cien hombres, Castillano —replicó—. ¿Creéis que me asusta una bacinilla usada?

Él no tuvo más alternativa que dejarla pasar. Permaneció allí sin saber bien qué hacer, más que contener el hábito de subir al puente de mando. Ella volvió a salir pronto y le hizo un gesto para que la acompañara hacia la borda de estribor. Dos piratas habían descendido a la chalupa que flotaba amarrada a la escala, para montar el pequeño mástil y desplegar la vela cangreja. Pierre llegó con un cesto lleno de provisiones, del que asomaba el cuello de una botella de Oporto, y se lo entregó a Maxó, que lo amarró a un cabo para bajarlo hasta el esquife.

Marina y Castillano aguardaron lado a lado, en completo silencio, hasta que los preparativos estuvieron terminados.

El español se preguntaba cómo se despediría de ella. Se le retorcían las entrañas de sólo pensar en estrecharle la mano a un capitán filibustero y agradecerle las atenciones recibidas. Aunque hubiera sido lo correcto, considerando cómo lo había tratado. Cualquier otra cosa se le antojaba ruda y fuera de lugar. Y cualquier cosa que no fuera ruda se le antojaba fuera de lugar al tratar con un perro del mar tan peligroso como ella. Mostrarse siquiera mínimamente amigable era impensable.

Sus ojos se desviaron hacia la mano derecha de Marina, que descansaba sobre la borda. No, no podía estrechársela frente a esa traílla de malvivientes. Antes de que pudiera darse cuenta, recordó esa misma mano surgiendo del cortinado a dejar su ropa la noche anterior, cuando ella se desnudara a pocos pasos de él. Después de cubrirlo con la manta que se le había caído.

Contuvo la necesidad de aclararse la garganta y volvió la vista hacia popa.

—Estamos frente a Punta Patuca —dijo ella entonces, señalando hacia el oeste—. Os convendrá mantener rumbo norte para reuniros con la Armada. Imagino que la encontraréis justo detrás del horizonte.

Él la enfrentó sin ocultar su incomprensión. Antes de que pudiera preguntar o decir algo de lo que luego tuviera que arrepentirse, los piratas que estaban en el esquife treparon por la escala y ellos tuvieron que retroceder para darles paso.




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