La Santísima Trinidad navegaba a medio paño, escoltada por la almiranta y la capitana, mientras la tripulación terminaba de reparar los daños ocasionados durante la batalla de la noche anterior.
—¡Maldición! No hay forma de que los alcancemos para rescatar a Hernán.
Alonso suspiró al escuchar el gruñido de Lorenzo, a su lado sobre el puente de mando.
—¿Por qué no quiso que lo liberáramos antes que se lo llevaran? —insistió el capitán de la fragata.
—No lo sé, Lorenzo. No es propio de él. A menos que… —Alonso dejó que su voz se perdiera en un murmullo, repasando sus propias palabras.
—¿A menos que qué?
Alonso hizo una mueca, intentando encontrarle sentido. —A menos que no se sintiera amenazado.
—¡Por Dios, Luis! ¡Era la condenada Perla del Caribe y todavía le quedaba medio centenar de perros en condiciones de luchar! ¡Lo habrán molido a golpes tan pronto nos perdieron de vista!
Alonso asintió con aire ausente, los ojos a proa, escrutando el horizonte con la esperanza, que sabía vana, de ver aparecer las velas del Espectro allá adelante.
—¿Sabías que la Perla del Caribe es hija del pirata que asesinó al padre de Hernán? —comentó.
Lorenzo lo enfrentó desconcertado.
Alonso volvió a asentir. —Háblame de las vueltas del destino.
—¡Razón de más para que Hernán no se dejara atrapar por ella! ¡Ya estuvo a punto de matarlo!
—Y sin embargo lo permitió.
—¡Oé! ¡Vela a proa! ¡Es una chalupa! ¡Bandera española!
Los dos capitanes alzaron sus catalejos de inmediato.
—¡Rediós! ¡Dime que no me engañan mis ojos! —exclamó Lorenzo un momento después.
Alonso meneó la cabeza sonriendo de costado. Ahí estaba el condenado, vivo, en una embarcación y hasta con una bandera para identificarse. ¿Cómo demonios lo había logrado?
Poco después la chalupa se emparejaba con la Santísima Trinidad. Castillano aferró el primer peldaño de la escala de babor para mantener el esquife junto al casco y alzó la vista hacia las cabezas que asomaban sobre la borda, saludándolo y vivándolo. Ahogó un suspiro. A nadie se le ocurría lanzarle un cabo para ayudarlo a trepar con un solo brazo.
—¡Hernán! —gritó Alonso, apartando a varios hombres para asomarse también.
—¡Ven, Luis! ¡Y trae a Lorenzo! ¡Debemos hablar con el almirante ahora mismo!
Alonso repitió sus palabras para el capitán de la fragata y se apresuró por la escala hacia la chalupa. Un momento después abrazaba a su amigo, palmeándole la espalda y lanzando exclamaciones de alegría.
—Arría la bandera por mí —le pidió Castillano. Aguardó a que su amigo lo hiciera y agregó: —Mira el ruedo, Luis.
Alonso obedeció y lo enfrentó ceñudo.
Castillano meneó la cabeza. —También puedo invitarte vino del bueno, si quieres —gruñó.
Lorenzo ya bajaba a reunirse con ellos. Castillano tomó la bandera de manos de Alonso y la hundió en la cesta de provisiones, ignorando la estupefacción de su amigo. Tuvo que dejarse abrazar y palmear la espalda de nuevo.
Mientras orientaban la chalupa hacia la fragata que navegaba a babor de la Santísima Trinidad, Lorenzo y Alonso lo llenaron de preguntas atropelladas. Castillano soltó una risita mordaz cuando le preguntaron cómo había logrado escapar.
—Tomé el Espectro por asalto, por supuesto —replicó—. Sin ayuda y con un solo brazo bueno.
Lorenzo largó una risotada, mas Alonso no se hizo eco. Había notado la amarga ironía en las palabras de su amigo y lo observaba interrogante. Una mirada de Castillano le indicó que dejara las preguntas para otro momento.
Poco después eran recibidos por el almirante en la cabina principal, sobria y austera, sin cojines de plumas ni muebles de palo de Campeche. Sin cortinados para ocultar niñas dormidas.
Castillano aguardó a que acabaran de felicitarlo por su milagroso escape y aceptó la copa de jerez que le ofrecieron. Entonces enfrentó muy serio al almirante.
—Señor, sé a dónde se dirigen y podemos darles caza. Van con los palos dañados. Los alcanzaremos en dos días como máximo.
—Eso tendrá que esperar, Hernán —respondió el almirante con gravedad—. Nos aguardan en Portobelo y vamos retrasados. Si volvemos a apartarnos de nuestra ruta, esos galeones jamás llegarán a tiempo a La Habana. Y entonces tendremos que ir nosotros de escolta hasta Cádiz. Otra vez.
Castillano oyó los murmullos de los oficiales tras él y bajó la vista, encajando las mandíbulas con obstinación. El almirante aguardó a que volviera a enfrentarlo.
—Lo siento, Hernán, pero no volveré a arriesgarme al viacrucis de quedar varado al otro lado del océano, mientras funcionarios que nunca pisaron un barco debaten si vale la pena gastar en rearmarnos y enviarnos de vuelta.