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Marina aspiró a todo pulmón el aire cargado de sal y cerró los ojos, sintiendo la caricia del viento en su piel. No quería pensar. Ya no. Sus pensamientos no le habían dado tregua desde que Castillano desapareciera tras el horizonte. Tampoco quería sentir. Le parecía que sus emociones la ahogarían en cualquier momento. A pesar de sus esfuerzos, sintió cómo se le cerraba la garganta y sus ojos se llenaban de lágrimas tras los párpados.
Su mano se movió con suavidad y lentitud sobre la borda, ansiando esa sensación a la que ya se había habituado. Ese abrazo cálido e invisible, la certeza de que no estaba sola. Pero en esta ocasión no le ofrecía ningún consuelo, porque se le antojaba un llamado insistente que no deseaba responder. No quería reunirse tan pronto con su padre y su tío. No quería fundirse en las ondas de zafiro y oro que se agitaban contra su barco. No aún. No así, para entretenimiento de una horda ávida de sangre, que vivaría enardecida cuando su cuello se rompiera.
Había creído que volvería a ver a su madre. Había soñado con morir en batalla, como Wan Claup. Una muerte de ley, como cualquier otro Hermano de la Costa.
Pero no tenía derecho a buscar una muerte así y arrastrar con ella a toda su tripulación. No mientras existiera una posibilidad de salvarlos. Se los debía. Sus hombres habían desafiado las reglas tanto como ella. Se habían atrevido a seguir a una muchacha, tolerando burlas de amigos y desconocidos. No importaba que nadie volvía a burlarse de ellos cada vez que regresaban a Tortuga cargados de botín. Habían necesitado valor para enrolarse a sus órdenes. Y lo habían hecho.
De modo que ella no podía ser menos.
Por ellos.
—Aún no, padre, tío —susurró—. Pero pronto.
Morris la encontró en el puente de mando, la mirada perdida en el horizonte a popa, en el norte, donde en cualquier momento aparecería lo que quedaba de la Armada para echárseles encima.
—Hemos terminado con el casco —anunció el joven satisfecho.
—Tú y yo necesitamos hablar —dijo Marina como si no lo hubiera escuchado.
Morris se envaró al ver su expresión. —¿Qué ocurre, perla? —inquirió con aprensión.
—Avísale a Briand que queda a cargo de todo y ven a la cabina.
Marina miró por última vez hacia atrás y dejó el puente con los ojos bajos.
Los piratas intercambiaron miradas aprensivas al verla encerrarse en su cabina en pleno día, y de nuevo cuando Morris no tardó en seguirla, ceñudo y preocupado. Y una vez más cuando las voces de ambos se escucharon desde cubierta en una acalorada discusión. Aquello le dio mala espina a todos. ¿Qué podía haber sucedido para que pelearan esos dos, que eran como hermanos?
Dentro de la cabina, Marina sostuvo sin pestañear la mirada furibunda de Morris. El joven se volvió hacia la mesa y la barrió con una mano, arrojando cartas, instrumentos y tazas al suelo con una maldición.
—Acéptalo, Morris, nunca llegaremos a Curazao. Nos alcanzarán hoy mismo, mañana como mucho. ¿Y qué haremos entonces? ¿Les invitaremos té como hice con Castillano?
—¡Lucharemos! ¿Qué fue lo que dijiste? ¡Éste es el condenado Espectro!
—¡Y está condenadamente dañado! ¡Sería una carnicería! ¡Que es lo que pretendo evitar!
—¡No, Marina! ¡No te permitiré hacerlo! ¡Te mataré yo mismo si es necesario!
Iba a agregar algo más pero vio que ella le tendía una mano.
—Es la única manera —dijo la muchacha con voz temblorosa—. Por favor, ayúdame a encontrar el valor para hacerlo.
Sus lágrimas lo desarmaron por completo, y se apresuró a su lado para estrecharla con fuerza contra su pecho.
—No, Marina, no puedo permitírtelo —murmuró contra su cabello renegrido—. Ni ahora ni nunca.
Ella se aferró a su camisa, incapaz de contener su llanto.
—Vamos, cálmate, ya encontraremos otra forma.
—Déjame llorar ahora, Morris. Porque no quiero darles el gusto de soltar una sola lágrima, hagan lo que hagan.
Morris apoyó la mejilla contra su frente y sus ojos se posaron en una de las cartas que acababa de arrojar al suelo.
—Somos dos perfectos imbéciles —gruñó—. Escúchame, Marina: hay una forma. Tal vez todavía hay esperanzas.
Ella alzó la vista hacia él, sin comprender. Morris la enfrentó forzando una sonrisa.
—Laventry, mi perla. No estamos contando con Laventry.
La soltó para levantar la carta y volver a dejarla sobre la mesa. Marina se enjugó la nariz en una manga frunciendo el ceño.
—Maracaibo —susurró.
La sonrisa de Morris ya no era tan forzada.
—Tú lo has dicho. —Le sujetó ambos brazos y la hizo sentarse, agachándose frente a ella para mirarla a los ojos—. Pero no podrás hacerlo sola. —Alzó la mano para acallarla cuando ella intentó protestar—. No, no todos, ya entendí. Pero algunos de nosotros debemos ir contigo.