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El cielo se oscurecía con rapidez a medida que las nubes avanzaban en tropel hacia el continente. La Santísima Trinidad se acercó al Espectro con los fanales velados en el prematuro anochecer, manteniéndose a una distancia prudencial del barco pirata, que no lograba avanzar contra la tormenta y cabeceaba en el mar que comenzaba a encresparse.
Un marinero corrió al puente de mando desde la borda de babor y susurró un mensaje al teniente de Lorenzo, que se apresuró hacia el capitán y sus dos amigos. Los tres jóvenes oficiales permanecían allí a pesar de la lluvia.
—Despojos en el agua, señor —informó el teniente en voz baja para respetar la orden de silencio.
Castillano entornó los ojos. ¿Era posible que los perros del mar no hubieran terminado de cerrar los rumbos en el casco? ¿Al ritmo que los había visto trabajar?
—Los abordaremos con chalupas —dijo Lorenzo con acento decidido, y le hizo un gesto a su teniente para que ejecutara su orden.
Alonso intercambió una mirada con Castillano.
—¿Adónde vais? —susurró Lorenzo cuando los vio dirigirse a la escalera del puente.
—A abordarlos —replicó Castillano—. ¿O crees que me perderé el momento de apresar a esos hijos de perra?
Lorenzo asintió sonriendo y siguió dando órdenes a sus hombres en susurros.
Castillano y Alonso abordaron la primera chalupa y guiaron a las otras dos hacia el Espectro. El ruido de la tormenta ahogaba el de los remos, y se aproximaron sin escuchar ninguna voz de alarma. Llegaban junto al casco por estribor cuando oyeron los gritos desde cubierta. Castillano contuvo a sus hombres con un gesto, prestando atención. Las voces parecían venir desde el otro lado del barco.
—¡Arrojad un cabo! ¡No podemos perderlo a él también!
—¡Nada, muchacho! ¡Vamos! ¡Tú puedes lograrlo!
—¡Oh, Dios, Maxó! ¡Ya no lo veo!
—¡Regresa con los heridos, perla! ¡Aquí es peligroso!
Castillano y Alonso hicieron señas a los soldados españoles, que revolearon cabos con garfios y los fijaron en la borda de estribor. Mandaron trepar a dos tercios de los hombres y se acercaron con su chalupa a un boquete a medio tapar cerca de popa. Castillano probó las tablas. Alonso llamó a dos hombres para que lo ayudaran, y empujaron hasta quebrar una.
—Con esto bastará —dijo Alonso.
Un gesto de Castillano lo detuvo, y Alonso le dio lugar para que pasara primero. Castillano empuñó una pistola, hizo pie en la regala de la chalupa y se izó por el boquete. Alonso y los demás lo siguieron. Rodaron dentro del barco, incorporándose de inmediato. Castillano los hizo desplegarse por toda la popa de la cubierta principal y se adelantó con la pistola en alto.
Marina empuñaba dos, y al verlo aparecer movió una para apuntarlo a él. Estaba a proa, en medio de las hamacas de los heridos, con dos hombres armados como ella. A Castillano le pareció que había más hamacas tendidas que la noche anterior, pero no se iba a detener a contarlas.
—Te lo advertí, Velázquez —dijo, avanzando hacia ella.
Marina meneó la cabeza, con una expresión que hacía pensar que la había traicionado o algo parecido. A una seña de Alonso, los soldados se desplegaron para registrar el Espectro.
El resto de los españoles bajaron desde cubierta en ese momento, empujando por delante a Morris, Maxó y De Neill, mojados y desarmados. Castillano los reconoció de un vistazo y volvió a enfrentar a Marina.
—Ríndete, Velázquez. No tienes alternativa —¿Dónde estaban los demás piratas? ¿Por qué no habían encontrado ninguna resistencia?
—Fabrice —dijo Marina, los ojos negros fijos en Castillano.
Un pirata con la cabeza y el pecho vendados se balanceó para bajarse de su hamaca. Los españoles intentaron detenerlo, pero Marina y los otros dos lo rodearon, cubriéndolo hasta que alcanzó los primeros cañones de babor. En medio de las cureñas había un bulto voluminoso cubierto con una vela.
Los españoles aprestaron las armas cuando el pirata herido descolgó el candil que colgaba de un puntal. Una seña de Alonso los contuvo. Entonces el pirata jaló de la vela, descubriendo varios barriles de pólvora. Se sentó sobre ellos con el candil abierto.
—Si los tuyos respiran fuerte, volamos todos por los aires, Castillano —advirtió Marina.
Los soldados que se dispersaran para registrar la bodega regresaron y respondieron con gestos negativos a la mirada interrogante de Alonso, que se volvió hacia su amigo.
Castillano enfrentó de nuevo a Marina encajando las mandíbulas. Allí había gato encerrado. Podía oler la trampa de lejos, pero no lograba darse cuenta en qué consistía. Sabía que cualquiera de los piratas era capaz de obedecer la orden de volar el barco si era ella quien la daba. Lo que no lograba adivinar era cuán capaz era ella de darla y matar a su querida tripulación.
Pero la vida de todos sus hombres estaba en peligro, y él debía conjurarlo. Ah, hubiera estrangulado con sus propias manos a esa niña que siempre parecía estar un paso por delante de él.