Leones del Mar - La Herencia I

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Apenas oyeron que los españoles descendían a sus chalupas, Bones, Pierre y varios más saltaron de las hamacas donde se hicieran pasar por heridos. Uno se apresuró hacia el pirata junto a los barriles de pólvora, pues estaba herido realmente y le costaba seguir sosteniendo el candil. Otro se escurrió sobre cubierta para asegurarse de que los españoles se alejaban.

Bones se asomó por el boquete más grande de babor y moduló un silbido quedo, mientras los demás arrojaban cabos al agua. Jean y su grupo volvieron a trepar a bordo del Espectro, ateridos y temblorosos tras su larga inmersión en las aguas que la tormenta enfriara. Los demás les refirieron lo que sucediera y Jean ordenó que todos se secaran y tomaran un vaso de ron para entrar en calor.

—¿Y ahora qué? —preguntó uno, tiritando bajo una manta a riesgo de volcar su ron.

—No podemos hacer nada con la fragata a la vista —replicó Jean.

—Eso será sólo un par de horas —terció Bones.

—Entonces saldremos de esta maldita borrasca y pondremos proa a Curazao —dijo Briand.

Todas las voces se alzaron para protestar que no intentaran rescatar a Marina.

—¡Mirad cómo estamos, hermanos! —exclamó Jean, acallándolos—. Así sólo lograríamos hacernos matar y que hundan el Espectro. Justo lo que ella quiere evitar. ¿Acaso deseáis desafiar al fantasma de su padre por desobedecerle? Pues yo no.

—Con suerte encontraremos la flota de Laventry cerca de Aruba —explicó Briand para terminar de sosegarlos—. ¿Qué creéis que hará cuando le digamos que la perla está prisionera en Maracaibo?

En la Santísima Trinidad, Lorenzo recibió a sus dos amigos con una cena caliente y comieron comentando lo sucedido. A los tres les resultaba extraño que no quedara más de media docena de piratas sanos a bordo. Ignoraban cuántos hombres tripulaban el Espectro antes de que se toparan de bruces con la Armada, y entre las bajas por las batallas y la cantidad de heridos, los números no parecían descabellados.

—Hiciste bien en dejarlos, Hernán —afirmó Lorenzo—. El mar se encargará de ellos. Lo único que nos faltaba era llenarnos de perros moribundos, apestándonos la bodega. Ya tenemos a la infame Perla del Caribe y un puñado más para que los de Maracaibo los vean danzar en la horca.

Alonso advirtió que Castillano parecía ensimismado, y coincidió con Lorenzo para que no advirtiera la actitud de su amigo.

—A propósito de la perra, Hernán —siguió Lorenzo, sirviendo más vino para los tres. Su tono se hizo intencionado—. Luis me comentó que es hija del Fantasma. Así que si quieres, es tuya para llevarla al rompedero.

Castillano asintió forzando una sonrisa y alzó un poco su copa, agradeciendo el gesto de su amigo.

—Todo a su tiempo.

—Te aconsejo que no demores mucho en visitarla, o mis oficiales tendrán toda la diversión.

Marina y los suyos fueron llevados a empellones bajo cubierta hasta la bodega. Los condujeron a popa y reunieron a los hombres en medio del compartimiento de la santabárbara donde estaban almacenadas las municiones, en cajones de madera contra las paredes. Allí hicieron sentar a los hombres bajo una especie de palenque del que colgaban gruesas cadenas rematadas en grilletes. A Marina la encadenaron contra el casco, al otro lado de la escalera. Una sola mirada de la muchacha previno que los suyos intentaran evitarlo o resistirse. Pronto la mayoría de los soldados se marcharon, dejando sólo a tres custodiándolos.

El tiempo pareció detenerse para los prisioneros. Morris y los demás, encadenados a la viga baja, no podían apartar la vista de Marina, temiendo por ella. La muchacha mantenía los ojos bajos. A diferencia de sus hombres, le habían puesto grilletes en las muñecas unidos por una cadena corta, la habían hecho sentar en el rincón y habían colgado la cadena de un garfio por encima de su cabeza, de tal forma que no pudiera incorporarse sin dislocarse los hombros y tampoco alcanzara a liberar el eslabón trabado en el garfio.

Marina no quería siquiera pensar en lo que le esperaba de allí en más, y lo único que se le ocurrió para mantener su mente ocupada fue recitar para sus adentros El Paraíso Perdido de Milton, que Fray Bernard le regalara a poco de embarcarse con Wan Claup. Esa noche parecía que habían pasado años desde entonces, y sin embargo aún no se cumplía el primer aniversario de la muerte de su tío.

La escotilla en lo alto de la escalera se abrió ruidosamente. Los guardias se incorporaron y saludaron a los dos oficiales que bajaron dándose aires. Uno de ellos hizo una seña. Los guardias fueron tras los prisioneros y pasaron por sus cuellos correas de cuero con nudos corredizos. Las ajustaron de un tirón y las fijaron detrás de la gruesa madera de la que colgaban los grilletes. Morris alcanzó a cruzar una mirada de horror con De Neill. Si tentaban el menor movimiento, las correas los estrangularían. Los guardias se apostaron frente a ellos, de espaldas a los visitantes, mosquetes en mano.




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