Leones del Mar - La Herencia I

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Los guardias arrastraron a Marina dentro del pañol y contra la base del mesana. Allí engancharon la cadena de sus grilletes a un garfio que colgaba de otra cadena. El tercer guardia jaló de ella, tensándola hasta que los brazos de Marina quedaron estirados por encima de su cabeza. Pero no se detuvo allí. Siguió jalando con ayuda de los otros dos. Lentamente izaron a Marina contra el mesana, hasta que sus pies no tocaron el suelo.

Al dolor paralizante de su estómago y su costado se le sumaron ramalazos de un dolor ardiente en sus brazos, obligados a soportar todo el peso de su cuerpo.

Marina dejó escapar un gemido. Se había prometido no llorar ni quejarse, pero aquello era más de lo que podía resistir. Logró alzar un poco la cabeza y vio que los tres hombres salían y cerraban una puerta que aislaba el pañol de la santabárbara, dejando abierta una mirilla cuadrada.

Temblaba de pies a cabeza y el dolor la empujaba al borde de la inconsciencia. Un bendito estupor comenzaba a ganarla cuando la puerta se abrió. Esta vez para dar paso a Castillano.

El español dominó su espanto al ver lo que habían hecho de ella en los diez minutos que tardara Alonso en bajar a la santabárbara y se volvió hacia los guardias.

—¿Qué hace ahí colgada? ¿Me creéis contorsionista? —exclamó con voz tonante.

Marina reaccionó al reconocer su voz y le dirigió una mirada iracunda. Castillano le sonrió, quitándose la chaqueta.

—¿Me echaste de menos? —le preguntó burlón.

Mientras los guardias soltaban la cadena hasta que los pies de la muchacha volvieron a apoyarse en el suelo, Castillano desató el pañuelo en torno a su cuello y comenzó a arremangarse la camisa. Su herida aguantaba bien sin el cabestrillo y no había vuelto a ponérselo desde que regresara a la Santísima Trinidad esa mañana.

—Maldito cobarde —masculló Marina viéndolo sacarse la faja—. Te sientes muy hombre con treinta cañones y cien hombres para protegerte, ¿no?

—Lo siento, no hablo francés —respondió él, cada vez más sarcástico para mantenerse bajo control.

—Claro que sí, condenado bastardo. Te perdono la vida dos veces y así es como me pagas.

La sonrisa de Castillano se acentuó y Marina tembló por dentro, porque lo sabía lo bastante astuto para no dejarse provocar. Pero siguió insultándolo cuando él se acercó al mesana.

—Ni siquiera te atreves a quitarme las cadenas, porque sabes que aun golpeada te vencería de nuevo. En vez de tu bandera te tendría que haber dado unas faldas. Es lo que usan los que no tienen pelotas, como tú.

Marina reunió las escasas fuerzas que le quedaban y tentó un puntapié. Pero Castillano parecía esperarlo. Evitó el golpe y le sujetó el tobillo. Dio otro paso y la soltó, mas sólo para enlazarle el muslo con un brazo.

Marina se apretó contra el mesana, como si esos milímetros extra sirvieran de algo. Castillano le sostuvo el muslo contra su cintura y su otra mano le sujetó la cara de tal manera que ella fuera incapaz de mover la cabeza.

—Y yo creí que tenías algo de honor —siseó Marina—. ¡Seré ilusa!

Él la miró de lleno a los ojos y alzó las cejas, volviendo a sonreír de costado. Por dentro agradecía sus insultos, que le daban sustento a su actitud. La cara de Marina se contrajo de miedo cuando los ojos azules del español resbalaron hasta sus labios. Entonces Castillano se aplastó contra ella con todo su cuerpo y buscó su boca para besarla.

Marina cerró los ojos con fuerza. No podía realizar el menor movimiento para rechazarlo. Sin embargo, bien pronto se dio cuenta de que los labios de Castillano no intentaban forzar los suyos. En realidad, apenas los tocaban. Un momento después, el español volteó la cabeza hacia los guardias, que aprovecharan la ausencia de órdenes para demorarse a apreciar el espectáculo.

—¿Qué hacéis ahí, babeando como idiotas? ¡Fuera! ¡Y cerrad la puerta!

Los tres hombres se apresuraron a salir del pañol. Cerraron la puerta como él ordenara, aunque dejaron la mirilla abierta.

Castillano maldijo por lo bajo. Volvió a enfrentar a Marina, que lo miraba con ojos desorbitados. Su mirada dio rápida cuenta de los golpes y cortes, y no alcanzó a detenerla antes de que regresara a los labios encendidos tan cerca de los suyos. La respiración agitada de Marina le empujaba el pecho contra el suyo, y tuvo que vencer una resistencia inesperada a separar su cuerpo del de la niña. Se obligó a volver a encontrar los ojos negros que lo miraban aterrorizados.

—No… —murmuró y suspiró.— Olvídalo.

Se apartó de ella, sin soltar su pierna hasta que estuvo a una distancia que le permitía ponerse a salvo de sus pies con un paso. Sólo entonces le dio la espalda, y fue a paso rápido hasta la puerta. Echó un vistazo hacia afuera y cerró la mirilla con traba, de forma que nadie pudiera espiar lo que ocurría en el pañol.

Marina, todavía agitada, lo observaba a mitad de camino entre el miedo y la curiosidad. Aún temía lo que Castillano pudiera hacerle, pero allí pasaba algo más, algo que, aturdida por el dolor como estaba, no lograba adivinar.




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