Leones del Mar - La Herencia I

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Todo parecía dar vueltas a su alrededor, un sabor horrible le llenaba la boca y la garganta. Algo frío se apretaba contra su estómago dolorido, aunque no tan dolorido como antes. Y una tela mojada le cubría la sien y el ojo que ese bastardo borracho le golpeara varias veces contra el suelo. Un roce húmedo entre su nariz y su boca la hizo intentar moverse.

—Quieta, niña, que no estás para ir a ningún lado.

¿Castillano? Abrió el ojo sano y lo encontró inclinado sobre ella. Estaba tendida en el suelo, pero no donde recordaba haber caído, al pie del mesana. Había un candil cerca de su cabeza. Halló los ojos azules y la prieta sonrisa del español, enmarcados por mechones rubios que parecían destellar como oro oscuro en la llama del candil. Comprendió que el español estaba limpiando la sangre seca de su cara. Movió las manos encadenadas a su vientre, donde palpó un paño mojado con agua fría, y se dio cuenta de que estaba cubierta con la chaqueta de Castillano. Confundida, afiebrada, luchó por permanecer despierta.

Él se dio cuenta de su mueca al deglutir. Llenó un vaso de madera con agua limpia y deslizó una mano bajo su cabeza para ayudarla a beber.

—Escúpelo para quitarte el resabio —indicó.

Ella hizo lo que le decía y sintió el borde de una botella contra sus labios. El olor la hizo apartar la cara.

—¿Acaso el Oporto que me diste está envenenado? —preguntó él, en un tono ligero que sólo alimentaba su confusión.

Meneó levemente la cabeza y trató de hablar. Castillano se inclinó más, acercando el oído a su boca. Y frunció el ceño al escucharla musitar: —No… bebo…

Él hizo a un lado la botella, diciéndose que lo mejor que podía hacer era retirarse del servicio y dedicarse a escribir la historia de los dos últimos días de su vida con absoluta honestidad. Nadie creería una sola palabra, y él se haría famoso como autor de sátiras cómicas.

Entonces sintió el peso tibio en su pierna. Marina había sacado las manos de bajo la chaqueta para jalar suavemente de su pantalón. Él se dio cuenta de que intentaba decirle algo más y volvió a acercar el oído a su boca.

—Perdón… por pensar que erais… como los… otros…

Castillano volteó la cara para mirarla sorprendido. Encontró los labios de Marina casi junto a los suyos. Y más allá, lágrimas silenciosas que desbordaban los ojos de mirada turbia. Se enderezó con otra sonrisa rápida.

—Considéralo un error afortunado.

Ella asintió, intentando ocultar la cara lastimada entre sus manos, mordiéndose los labios en un intento vano por controlar sus emociones.

—Duerme, niña. Aquí estás a salvo —susurró Castillano, haciéndole descansar la cabeza en el suelo otra vez. No pudo detenerse antes de acariciarle el cabello—. Te traeré algo de comida en la mañana.

—¿Mis… hombres…?

—Un poco encadenados, un poco golpeados. Pero en mejores condiciones que tú, eso seguro.

Marina consiguió voltear de cara a las bolsas de harina, dándole la espalda. Castillano la arropó con su chaqueta y se irguió meneando la cabeza. Se resistía a dejarla sola en ese estado tanto como se resistía a preguntarse por qué hacía lo que hacía.

Al salir del pañol, cerró la puerta con llave y la deslizó en su bolsillo.

—¿Capitán? —tentó uno de los guardias señalando la cerradura.

—Que el cocinero haga el desayuno con lo que tiene —replicó, terminante, fingiendo ajustarse los pantalones—. Ya podrá venir por harina cuando yo regrese en la mañana. Por si no quedó claro, la perra es mía y no me apetece compartirla.

Ninguno de los tres hombres se atrevió a insistir. Castillano los miró un momento más y se encaminó a la escalera. Oyó los insultos que le gruñían los piratas al pasar junto a ellos, pero fingió ignorarlos.

Subió al entrepuente y siguió subiendo hasta salir al aire libre. La tormenta había pasado y navegaban hacia el sud. Se dirigió a la borda de babor, de cara al fresco viento del este para que lo despejara.

Un centinela pasó a su lado y lo saludó en un murmullo respetuoso. Castillano no respondió. Miró hacia el norte. El Espectro ya había quedado detrás del horizonte. Se sentía demasiado inquieto para dormir, y caminó sin prisa hacia proa, para detenerse junto a la primera pieza de artillería.

Perdió la noción del tiempo mientras se demoraba allí, la mente en blanco, negándose a pensar en lo que ocurriera en el rompedero.

—No la tocaste, ¿verdad?

La voz de Alonso lo hizo dar un respingo. Su amigo llegaba junto a él, y se sentó sobre el cañón a su lado. Castillano meneó la cabeza volviendo a mirar al mar.

—Lo sabía —dijo Alonso sonriendo de costado—. Sólo te entró prisa cuando Lorenzo dijo que sus oficiales te ganarían de mano. —Enfrentó a su amigo con sincera curiosidad—. ¿Por qué, Hernán? ¿Qué te importa lo que le hagan? Sea lo que sea, sólo la estás protegiendo para la horca que la espera en Maracaibo.




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