Leones del Mar - La Herencia I

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Marina reaccionó al alba. Aún mareada y dolorida, un párpado tan hinchado que apenas podía abrir el ojo, pero con la cabeza más clara. Castillano le había dejado el candil allí detrás de los sacos de harina, a distancia prudencial para que no lo volteara dormida e iniciara un incendio. Pero no era lo único que le había dejado. También había dos cubos de madera, uno vacío y otro que aún contenía un poco de agua, con un tosco vaso de madera. El pañuelo que él solía llevar al cuello estaba doblado sobre el borde del cubo de agua, y a juzgar por las manchas de sangre seca, era lo que había usado para limpiarle la cara. Además de cubrirla con su propia chaqueta, había doblado su chaleco empapado para hacer la compresa que le cubría el estómago.

Perdió la noción del tiempo que permaneció allí tendida, medio de lado, sus ojos moviéndose por aquellos objetos. Castillano la había salvado del abuso y la tortura primero, y luego había cuidado de ella. Le había salvado la vida dos veces aquella noche. Tres si contaba su captura. La noche anterior, a bordo del Espectro, la expresión del español mostraba que se daba cuenta que ella mentía y que lo de sólo seis sobrevivientes era una farsa ridícula. Sí, el detalle de los barriles de pólvora había ayudado a que se decidiera con más rapidez, pero estaba segura de que él sabía lo que en verdad estaba sucediendo y lo había dejado correr a consciencia.

Y ahora la había encerrado allí. Separada de sus hombres, pero a salvo de los que querían hacerle daño.

Había saldado su deuda con creces, y eso era algo que Marina nunca olvidaría. Aun si el plan de Morris fracasaba y “nunca” sólo significaba los días que les quedaban hasta la horca que los esperaba en Maracaibo.

Poco después oyó pasos fuera del pañol. Era el cambio de guardia. Comprendió que alguien podía entrar en cualquier momento. No debían hallar todo lo que Castillano le dejara, o él se vería en dificultades para explicarlo. Quién sabía lo que le ocurriría si creían que la había ayudado. Hizo un esfuerzo por ponerse de rodillas.

No pasó mucho antes de que oyera más pasos, esta vez saludados por una seguidilla de insultos en francés, inglés y alemán que la hicieron sonreír.

Una llave giró en la cerradura y la puerta se abrió con un chirrido de madera vieja. Sentada junto a las bolsas apiladas contra el tabique, Marina abrazó sus rodillas y alzó una mano como para protegerse del brillo de la lámpara que sostenía el hombre que entró primero. Castillano, que le lanzó una breve mirada mientras colgaba la lámpara de la pared y se volvió hacia la puerta, haciéndole gestos a alguien de que se apresurara. Marina ahogó un gemido al verlo y retrocedió sin levantarse, casi a rastras, para hacerse un ovillo en el rincón, manteniéndose a la vista de quienquiera que estuviera por reunirse con Castillano allí dentro.

Él frunció un poco el ceño al escucharla y volvió a mirarla. Marina ocultó la cara contra las rodillas, alzando las manos encadenadas como para cubrirse la cabeza. El cocinero y su ayudante entraron en busca de provisiones mientras los ojos de Castillano recorrían el lugar. Desde donde estaba, resultaba imposible ver nada de lo que él dejara allí la noche anterior.

Otro hombre llegó con un plato de madera con pan y queso y una escudilla humeante. Castillano lo tomó y lo apoyó sobre la pila de bolsas más cercana. Su gruñido impaciente hizo que el cocinero y el ayudante se apresuraran a sacar las últimas cosas y se marcharan. Castillano cerró la puerta tras ellos y se volvió hacia Marina, que no había cambiado de posición. La observó intrigado, ladeando la cabeza hacia un hombro, y giró la llave. Marina alzó la cabeza y espió entre sus dedos. Él la vio mirar hacia donde había estado el cocinero y bajar lentamente las manos.

Castillano esbozó una sonrisita entre curiosa y divertida, sin dejar de observarla. Marina no cambió de posición. Descansó ambas manos en sus rodillas y sostuvo su mirada. Él se apartó con lentitud de la puerta y rodeó por el otro lado las bolsas en medio del pañol. Allí detrás descubrió el candil apagado y las otras cosas que él dejara. Incluida su chaqueta, doblada con prolijidad. Alzó la vista para hallar una vez más los ojos negros que seguían cada uno de sus movimientos. Entonces regresó hasta la base del mesana y tomó el plato de madera para llevarlo al rincón donde Marina aguardaba, quieta y silenciosa.

Se acuclilló a dos pasos de ella. La muchacha bajó la vista, aunque no había rastros de temor en su actitud. Meneó la cabeza cuando él le ofreció la comida, pero aceptó la escudilla al ver que contenía té. Usó una mano para tomarla y la otra para retener la mano de él.

—Gracias —susurró, estrechándola.

Castillano no se atrevió a alzar la vista y encontrar sus ojos negros. Se limitó a asentir y se sentó en el suelo. Su mirada evitó a Marina cuidadosamente para regresar a sus cosas ocultas.

—Imaginé que podían traeros problemas —murmuró ella, sosteniendo la escudilla ante su boca con ambas manos. Ese té en esas circunstancias era un regalo de rey. Bebió a pequeños sorbos, disfrutando la calidez que bajaba por su garganta.

El español asintió una vez más, la espalda contra la misma pila de sacos que ella. No podía volver a marcharse tan pronto, aunque era lo que más deseaba en ese momento. Y por algún motivo sentía un vago temor de lo que Marina pudiera decir. No quería que le preguntara por qué lo había hecho, porque no hubiera podido responderle. Estiró las piernas y cruzó los tobillos, la vista clavada en la punta de sus botas. No quería que le hiciera ninguna pregunta. Y la mejor forma de evitarlo era tomar la iniciativa.




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