Leones del Mar - La Herencia I

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Sin nada mejor qué hacer, Marina dormitó buena parte del día. Había pasado en vela las últimas tres noches y estaba agotada y dolorida. Sabiendo que nadie iría a molestarla, se aseó un poco. Con el agua restante volvió a mojar el pañuelo y el chaleco de Castillano, para aliviar los cardenales de su vientre y su ojo amoratado. Iba a tener sed, pero no había nada que pudiera hacer al respecto, de modo que procuró ignorarlo.

Así la encontró Castillano a media tarde, arrebujada en su chaqueta tras las bolsas de harina, profundamente dormida. Desde la puerta parecía desmayada, de modo que dejó pasar al ayudante del cocinero a buscar lo que precisaba y lo despachó rápidamente. Entonces fue a sentarse al rincón donde ella estuviera en la mañana, la espalda contra las bolsas, los brazos en sus rodillas alzadas. Y la niña dormida a un paso, confiada e indefensa.

Mantuvo su reloj en sus manos, contando los minutos y prohibiéndose mirarla, hasta que estimó que era seguro marcharse.

Marina despertó en medio de la oscuridad más absoluta. La vela del candil se había consumido. Se sentía casi recuperada, y hambrienta. Encontró a tientas el plato con pan y queso que le llevara Castillano en la mañana. Y al lado descubrió una bota de vino.

Dejó caer unas gotas de líquido en su lengua, anticipando el gusto desagradable, y sonrió. Era agua. Agua fresca como de manantial. Bebió un poco y acercó la comida. Dejó la mitad para las ratas que ya habían pasado a degustarla. Si estaban con la panza llena no vendrían a mordisquearla a ella, o al menos eso esperaba.

Lorenzo se mostró sorprendido cuando, durante la cena, Castillano comentó que no tenía intenciones de visitar el rompedero esa noche.

—Si te has aburrido, recuerda que mis hombres aún esperan probarla —dijo, riendo.

—Que no la monte diez veces por día no significa que me haya aburrido.

—Tal vez significa que ya no estás en forma —terció Alonso, alimentando la hilaridad de Lorenzo.

—O que ella ya no puede más. Nuestro León aquí es demasiado fogoso para la perra.

Castillano tuvo que reír con ellos, disimulando su alivio ante la falta de insistencia. Alivio que sólo duró hasta que el cocinero se presentó a levantar el servicio de la cena y comentó que precisaba “unas cosillas” del pañol de popa.

—El deber te llama —se carcajeó Lorenzo.

Castillano vació su copa de vino poniéndose de pie. —Y un capitán del Rey nunca le da la espalda al deber.

—¿Te perderás el postre?

—Envíamelo al rompedero. El ejercicio siempre me abre el apetito.

Bajó maldiciendo a toda la familia del cocinero que lo seguía. No quería ver de nuevo a Marina. No tan pronto. Había creído que podría mantenerse alejado al menos hasta el día siguiente, cuando tendría que bajarle algo de comida. Por algún motivo que no estaba dispuesto a indagar, su proximidad lo hacía sentir incómodo. No tenía relación con que estaba rompiendo las reglas por protegerla, sino más bien con que no podía evitar comprenderla y respetarla. Y eso le retorcía las tripas.

Abrió la puerta al pañol a oscuras y tomó una de las lámparas de los guardias, mandándolos por otra y por su postre. Vio asomar las manos de Marina tras las bolsas. Su cabeza asomó luego, hasta los ojos.

—¿Jugando al escondite, perra? —le dijo en tono burlón desde la puerta abierta, dejando pasar al cocinero—. Como si fuera a servirte de algo.

Tras él se alzó el esperable coro de insultos y amenazas en distintos idiomas. Marina se incorporó apoyándose en las bolsas, con una mirada angustiada hacia la puerta abierta.

—¿Qué ocurre, perra? —continuó Castillano—. ¿Quieres ver a tus amigos? ¿Quieres que deje la puerta abierta para mostrarles lo que te he enseñado?

Marina no entendía qué se proponía el español, pero necesitaba que los suyos supieran que estaba bien. Tal vez pudiera gritar algo, o dejarse ver. Se acercó vacilante a la puerta, desde donde Castillano le sonreía como desafiándola. Sus hombres ahora le gritaban a ella, que no se diera por vencida, que fuera fuerte, que ya se vengarían de todos esos bastardos. Entonces oyó un sonido distinto. ¿Los estaban golpeando por gritar?

Corrió hacia la puerta. Castillano le bloqueó el paso con un brazo, que bajó a rodearle la cintura cuando ella intentó asomarse, y giró para mantenerla dentro del pañol. Los piratas parecieron enloquecer, tironeando de sus cadenas y lanzando puntapiés a los guardias que trataban de reducirlos a culatazos. Marina luchó por zafarse pero Castillano la contuvo. El cocinero salió apresurado del pañol al mismo tiempo que un paje llegaba corriendo con una generosa porción de pastel en un plato de porcelana. Castillano lo tomó mientras Marina agitaba los pies en el aire y tironeaba de su brazo para que la soltara, gritando algo en alemán. Entonces él le dirigió una sonrisa provocativa a Morris y empujó la puerta con un pie, cerrándola entre ellos.




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