Leones del Mar - La Herencia I

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Alonso despertó en medio de la noche y bajó de su hamaca a tientas. La hamaca de Castillano estaba vacía, pero eso no era extraño. Salió de la cabina adormilado y fue hasta la borda, esquivando obstáculos más por hábito que por verlos.

Terminaba de aliviarse cuando notó que varios centinelas se habían reunido a proa. Sostenían candiles en alto y se inclinaban por encima la amura junto al bauprés. Fue hacia ellos sin apuro, y en su camino miró alrededor en busca de su amigo, sin hallarlo.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó.

Los centinelas se volvieron hacia él de inmediato, tocándose el sombrero.

—Es el León, señor —dijo uno, y los demás señalaron hacia afuera y hacia abajo.

El susto despabiló a Alonso. —¿Qué le ocurrió? —exclamó, abriéndose paso hacia la borda.

—Hace más de dos horas que está en la buzarda y se niega a subir.

—Creo que está… —El hombre bajó la voz— …bebido.

—Tememos que se haya quedado dormido y se caiga, señor.

—Regresad a vuestras rondas —gruñó Alonso.

Se sujetó de los estay para pasar las piernas por encima de la borda. Desde allí descendió con cuidado entre las curvas de tajamar hasta la ancha madera que sostenía el bauprés. Castillano estaba sentado en la buzarda bajo la mecha, la espalda contra la roda, una pierna flexionada y la otra colgando en el vacío. Y en su mano, la botella de Oporto que trajera del Espectro. Alonso se sujetó de un tojino para sentarse a horcajadas frente a él. Aquél había sido el escondite favorito de los dos durante sus días de cadetes, cuando se hartaban de vivir rodeados por dos centenares de personas y buscaban un poco de soledad.

—No estoy ebrio, Luis —fue lo primero que dijo Castillano, su tono contradiciendo sus palabras. Alzó la botella para convidarle Oporto, la sacudió, comprobando que estaba vacía, y la arrojó al mar.

—Bien, no estás ebrio. Pero estás preocupando a toda la ronda nocturna.

—Que les den —gruñó Castillano.

Alonso rió por lo bajo y buscó qué decir. Su amigo se le anticipó.

—Es virgen.

El español se sujetó de la buzarda para inclinarse hacia adelante, ceñudo.

—¿Qué?

—¡Que es…!

—¡Ya te oí, ya te oí!

Castillano movió la mano apoyada en su rodilla alzada, como si esas dos palabras bastaran para explicarlo todo, aunque ni siquiera estaba seguro de lo que todo significaba.

Alonso buscó una posición más cómoda, previendo que el sol los hallaría allí como en los días de Academia.

—Y nunca la besaron —agregó Castillano.

—¿No dijiste que tú…?

Castillano bufó, un gesto de su mano descartando el comentario.

—Hernán, tú sabes que no hay nada que puedas hacer —tentó Alonso en un tono que rezumaba sensatez.

Castillano soltó una risita seca. —Claro que sí. Puedo llevarla a Maracaibo para que la cuelguen. Es lo que estoy haciendo, ¿no?

—Es lo justo, Hernán.

—Es lo correcto. ¿Lo justo? —Alzó las cejas, dubitativo.

—¿Y qué harías, si dependiera de ti?

Castillano lo miró de soslayo. Alonso asintió, instándolo a hablar. Él meneó la cabeza suspirando.

—Nada más Luis. Un calabozo en el castillo San Carlos para pasar la noche y un nudo corredizo al amanecer. Es lo que se ha ganado. Pero no querría que la torturen o la humillen innecesariamente porque no es un hombre. Merece una muerte rápida como cualquier otro perro.

Alonso asintió con una mueca.

—Me vendría bien un trago.

Castillano rebuscó entre su ropa y le tendió la llave del pañol. —El estante alto a la izquierda de la puerta. Procura no despertarla.

Su amigo se incorporó sonriendo de costado. —Guárdatela. La cocina no traba bien.

—Ten cuidado al subir.

—Oh, cállate.

Marina se apresuró tras las bolsas al escuchar la llave en la cerradura, y vio sorprendida que Castillano no entraba. Le dirigió una rápida mirada de advertencia desde el umbral, dando paso a uno de los guardias. Un súbito temor la ganó al ver que el soldado se acercaba a ella, sin darle tiempo a ocultar nada. El soldado ni siquiera la miró. Recogió los cubos y el plato de madera y salió, cerrando la puerta a sus espaldas. Marina aguardó conteniendo el aliento. La puerta no tardó en abrirse de nuevo y el mismo guardia volvió a entrar, seguido por otro. Dejaron los cubos y el plato sobre las bolsas junto al mesana, cambiaron la vela de la lámpara que colgaba de la pared y se marcharon. Marina volvió a encontrar los ojos de Castillano un instante, antes de que cerrara la puerta y girara la llave.




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