Leones del Mar - La Herencia I

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No resultó una verdadera sorpresa que la próxima vez que se abrió la puerta del pañol, fueran dos soldados armados los que entraran. Marina se incorporó para enfrentarlos. Durante la noche, usando sus dientes y sus dedos, había logrado abrir agujeros como ojales a ambos lados de la rasgadura de su camisa, por los que había pasado el lazo de su trenza, que por algún milagro todavía colgaba de su cabello. De modo que ya no necesitaba sus manos para mantenerla cerrada. Lo cual fue una suerte, porque los soldados le aferraron los brazos y la sacaron del pañol a paso de carga, arrastrándola cuando trastabillaba. La llevaron tan rápido que ni siquiera tuvo ocasión de ver las caras de sus hombres, aunque sí los escuchó lanzar su obligada retahíla de insultos.

Los soldados la condujeron por las escaleras al entrepuente, y luego a la cubierta principal, hasta sacarla al aire libre. Marina tropezó, encandilada por la luz del sol, que veía por primera vez en tres días. No podía resguardarse los ojos con las manos, de modo que sólo pudo agachar la cabeza y entornar los párpados mientras los soldados cruzaban la cubierta con ella hacia la escala de babor.

La hicieron detenerse allí, y tan pronto sus ojos se adaptaron al brillo y pudo mirar a su alrededor, vio a proa la entrada al Lago de Maracaibo. Varios hombres trabajaban a pocos pasos para botar un bote largo.

Marina reprimió una sonrisa al mirar el mar que destellaba bajo el sol matinal, sintiéndose revivir en el viento que traía a su nariz el olor de la sal y la espuma. Allá adelante emergía La Barra, la lengua de tierra que parecía cerrar el Lago, en cuyo extremo se alzaba el castillo San Carlos.

Lorenzo se acercó a los hombres que operaban la garrucha con el bote, y que pausaron su tarea para ponerse firmes ante él.

Marina observó la mirada de soslayo que le lanzó el capitán, y lo oyó interrogar a sus hombres sobre el bote, y por qué estaba ella allí. Sus puños se cerraron sin que pudiera evitarlo. Ése era el hombre que había autorizado a sus oficiales a abusar de ella.

—El León lo dispuso, capitán —escuchó que respondía un hombre, señalando brevemente hacia popa.

Lorenzo meneó la cabeza suspirando y sonrió. —Si el León lo dispuso…

A una seña suya, los hombres continuaron con lo que estaban haciendo. Él se encaminó al puente con otra mirada de soslayo a Marina.

Ella encontró sus ojos, los dientes apretados. Quería recordar su rostro. Contuvo el impulso de girar cuando pasó a su lado, mas no pudo evitar oír lo que decía al subir al puente.

—¿Qué significa esto, Hernán?

Una voz que ya resultaba inconfundible para Marina respondió: —Había que limpiar el rompedero, o la peste se le iba pegar a la comida.

—Llegaremos en dos horas. ¿No podía esperar a que atraquemos?

El bote ya flotaba junto al casco, amarrado a la escala, y los soldados la hicieron descender a él. Marina evitó alzar la vista hacia Castillano. Aquél era su último gesto: permitirle estar al aire libre, en el mar bajo el sol, antes de que la condujeran a un calabozo en el castillo. La mejor forma de agradecerle era no causarle problemas demostrando simpatía o gratitud.

—¿Ya le compraste el anillo de compromiso? —bromeaba Lorenzo.

—Aún estamos negociando la dote. —Marina reconoció la voz del amigo de Castillano, el oficial que estaba a su lado cuando ella atacara el León, el mismo que bajara a la bodega a detener a los oficiales.

—Pues no te pongas quisquilloso. Con el carácter que tiene, tal vez sea nuestra única oportunidad de casarlo.

Marina oyó que Castillano reía con ellos y reprimió otra sonrisa. Ya en el bote, los soldados la sentaron en el medio, fijaron la cadena de sus grilletes a su banco y se ubicaron uno a proa y otro a popa con sus mosquetes para vigilarla.

Ella se olvidó de todo para disfrutar aquel inesperado momento. Evitó mirar el castillo que crecía allá adelante, acotando el horizonte. Nada ni nadie podía cambiar lo que sucedería allí, y no quería estropear sus últimos minutos con el mar.

La Santísima Trinidad era buena velera, y pronto las robustas murallas del fuerte se alzaban ante la fragata. Sobre cubierta, la tripulación se afanaba con las maniobras de atraque.

Marina arriesgó una mirada al puente de mando y vio que Castillano hablaba ceñudo con los otros dos oficiales.

—¿Y por qué no puedes enviar a tu teniente? —protestaba—. ¡Tenía planes para esta tarde!

Los otros dos lo enfrentaron como preguntándole de qué demonios hablaba.

—Mi teniente quedará a cargo de la Trinidad, y yo debo presentarme ante el gobernador para comunicarle lo que le trajimos. —Lorenzo le palmeó un brazo—. Lo siento, Hernán, pero vosotros dos sois los únicos de confianza que me quedan para desembarcar a los prisioneros.

Castillano revoleó los ojos, resoplando irritado. Cuando creía que se había librado de la niña para siempre, el imbécil de Lorenzo lo ponía de escolta.




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