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Morris intentó resistirse cuando lo subieron con los demás a la carreta sin Marina, pero una sola mirada de la muchacha lo contuvo. Y no le quedó más alternativa que ver con angustia cómo enganchaban la cadena de los grilletes de Marina a otra atada a la parte posterior de la carreta.
Alonso hizo que la dotación de la Santísima Trinidad formara detrás de la muchacha, las armas al hombro, y esperó a que la carreta tirada por un buey se pusiera en movimiento. Permitió que se adelantara varios metros y ordenó que se pusieran en marcha, a paso lento para no acortar la distancia. Castillano dejó a su amigo del lado de la calle, con la esperanza de que ver con sus propios ojos lo que estaba por suceder lo iluminara.
A pesar del cansancio y el calor y la sed, y de las piedras y otros obstáculos que encontraban sus pies descalzos, Marina hizo lo posible por caminar erguida, la vista al frente, mientras la gente se apiñaba a lo largo de la calle, frente a las tiendas, las tabernas y los burdeles.
Un griterío de insultos se alzó cuando se pusieron en marcha, y hasta les lanzaron frutas y vegetales en mal estado. Sin embargo, apenas la gente veía a la niña golpeada que iba descalza encadenada a la carreta, los gritos e insultos comenzaban a vacilar, y se perdían en murmullos reprobadores para cuando ella terminaba de pasar.
Antes de alcanzar la primera intersección, media docena de mujeres bajaron a la calle y se apresuraron tras la carreta, seguidas por un puñado de niños. Insultaron y escupieron a la escolta, y hasta les acertaron algunas bofetadas a los sorprendidos soldados.
Los que esperaban más adelante a ver pasar a los maldecidos perros del mar que tanto daño les causaran, preparados para vociferar y arrojarles basura, no tardaron en advertir el creciente grupo que caminaba a la par de los soldados. Eran en su mayoría mujeres y niños, aunque algunos hombres se les habían sumado. De modo que los gritos se apagaban con más rapidez por la curiosidad. Al ver a Marina, las mujeres de familia se persignaban, sujetaban a sus hijas o retrocedían con ellas para que no vieran el penoso espectáculo. Y todos los insultos cambiaban de destinatario.
Castillano encontró la mirada confundida de Alonso y le obsequió una sonrisa irónica. Siguió avanzando a su lado, una mano en la guarda de su espada, sin hurtarle la cara al sol, con tanta calma como si volviera de misa un domingo por la mañana.
Los pies de Marina comenzaron a dejar gotas de sangre en sus huellas y pronto trastabilló, ahogando una exclamación de dolor, aunque mantuvo el equilibrio y continuó caminando.
El problema fue cuando alguien le arrojó una naranja podrida, con tan mala suerte que le acertó en la cara. El golpe aturdió a la muchacha, que volvió a tropezar y esta vez cayó.
—¡Perla! —gritó Morris, inclinándose por encima de la tapa de la carreta para tratar de soltar la cadena.
Los otros piratas gritaron que detuvieran la carreta e intentaron atacar al conductor, provocando un breve enfrentamiento con los soldados que iban con ellos.
Una parte de los que seguían a los piratas corrieron hacia la esquina desde donde arrojaran la manzana, buscando al agresor, y no tardó en producirse allí una escaramuza de golpes, insultos y corridas. Varias mujeres empujaron a un lado a la escolta, Alonso incluido, para ayudar a Marina. La muchacha se había aferrado a la cadena e intentaba incorporarse, pero sus pies ensangrentados resbalaban en la calle, y la carreta la arrastró varios metros antes de detenerse.
Las mujeres rodearon a Marina y la sostuvieron, ayudándola a incorporarse, limpiándole la cara sucia de sudor y polvo, dándole agua, acomodándole la ropa rasgada. Alonso hizo señas a varios soldados para que se adelantaran a levantar a Marina. Pero apenas dieron un paso, las mujeres se multiplicaron como por arte de magia, y en un abrir y cerrar de ojos había una veintena de ellas empujando y golpeando a los soldados para hacerlos retroceder.
Castillano rodeó el alboroto, dejando que Alonso se las compusiera para salvar a sus soldados, y se acercó a Marina con intención de subirla a la carreta y dar por terminado aquel desastre. La halló apoyada contra la tapa, sostenida por las mujeres, recuperando el aliento. Una mujer se había rasgado las enaguas y ataba tiras de tela alrededor de los pies lastimados de la muchacha.
Castillano la enfrentó con una expresión que dejaba claro que él no caería por semejante sensiblería.
—Suficiente, Velázquez —dijo.
Las mujeres se interpusieron entre ellos. Marina evitó que atacaran a Castillano, y encontró sus ojos azules al apoyar las manos encadenadas en los hombros de las mujeres que le gritaban en la cara al español.
—Dejadlo, por favor. Sólo sigue órdenes —dijo, y Castillano ocultó su sorpresa al detectar la sutil autoridad en su voz.
Las mujeres se volvieron hacia ella, que estrechó sus manos sonriendo.
Castillano agachó la cabeza para que no lo escucharan resoplar. Las mujeres besaron la frente y las mejillas de Marina, bendiciéndola con voces ahogadas por la emoción. Alonso había logrado proteger la vida de sus soldados de la ira de las mujerzuelas y todas retrocedieron varios pasos, los ojos vidriosos en Marina, que asentía con sonrisa agradecida. Castillano amagó a adelantarse para subirla a la carreta de una buena vez, y la mirada fulgurante que le dirigió Marina lo detuvo antes de que pudiera darse cuenta.